Don Juan se había decidido por ir al hospital ya que su mal no le daba descanso, y lo aquejaba de dolores extenuantes en el pecho. Ese dolor en la garganta, esa misteriosa sensación de atoramiento, y ese ahogo frecuente lo obligaron a ir. No es que tuviera temor a la muerte ni a un hospital ni a nada parecido, sino que en esta ocasión presentía que algo podía suceder. Había llegado a la edad adonde el hombre puede contar con los dedos de las manos cuántos años va a vivir de ahí en adelante; y él sí acaso, unos cuantos más. Pero el instinto de la vida lo obligó a aceptar la orden del médico de hospitalizarse, para ver si el tumor que crecía dentro de su garganta era operable. Lo paradójico del caso es que desde que lo hizo sintió que el mundo se le venía encima, y creyó que no tenía salvación, así como los condenados lo hacen en el pabellón de la muerte en aquellos países adonde existe esta pena. Era esa desazón que lo había hecho llegar sin motivación alguna sobre lo que podía ser su vida, si salía bien librado en esa intervención quirúrgica. En realidad no tenía pena por él. Por los que quedaban, sí. En primer lugar su mujer con la que llevaba parte de su vida, con Juan su hijo menor, y con Odalí la única hija que la madre naturaleza le había dado. Tenía otro en Argentina, pero este estaba bien, aunque ya tenía la mayoría de edad, estaba en buenas manos. Recordaba a los de allá, y cada vez que podía releía a Sábato en especial a “Héroes y tumbas” por que desde los primeros renglones le recordaban a los Buenos Aires de su juventud. Nunca la terminó de leer, pero siempre fue el pretexto para recrear a los suyos en su memoria, y a los amigos que dejó desde muy joven desde que migró a Venezuela. Qué podía dejarles. A los de ahora: Nada. Absolutamente nada. Después de llegar hasta la Guayana, y haberse desempeñado en muchos oficios, terminó en el empleo que le permitió sobre aguar y sostener su nueva familia en un país adonde el petróleo era la que movía la economía. Había recorrido medio continente para llegar adonde estaba. Ahora se parecía a lo que nos cuenta Arthur Miller en la “Muerte de un viajante“. Tenía un hogar, pero andaba solo en un país congestionado de problemas sociales y económicos. No había día que no amaneciera con algún mal ni hora que dejara de pensar en lo que había sido su vida. El dinero que de joven fluyó a manos llenas, hacía tiempo que se había esfumado. Las mujeres que pasaron por su vida apenas le dejaron recuerdos melancólicos que muchas veces fueron tan cotidianos, que ya estaban casi en el olvido.
Minutos antes del deceso, los médicos le acababan de chequear la presión arterial comprobando que la tenía estable. No parecía pues, que fuera a morir así. Sus medicos le diagnosticaron que si todo salía bien, iba a vivir muchos años. Cabe anotar que don Juan se dejó examinar pacientemente por los galenos y dejó que le hicieran bromas sobre los tumores que le aparecieron en su garganta.
-¡Carajo! Les dijo. Respeten la edad.
Y la edad, la que nunca había tenido en cuenta, ahora comenzaba a pesar. No había duda sobre el tumor. Pero sobre su edad, sí que la había. Aparentaba otra muy mayor de la que tenía.
-Don Juan, le dijo otro médico, todavía está joven. Dese ánimo.
“Animo, sí. Pensó.” Pero quién le daría el dinero para sacar a los hijos adelante. No es que no quisiera vivir, pero se sentía derrotado ante la vida. Todo, todo lo había perdido, y hasta ahora se daba cuenta. Estaba decidido a morirse muy a pesar suyo. Lo venía fraguando desde hacía años cuando comenzó toda esa dilación minuto a minuto, segundo a segundo, postergando todo para el mañana, dejando que el tiempo se fuera haciendo tiempo, y que la vida se fuera consumiendo sin darle algún sentido. He aquí que todo lo suyo llegaba al final, y con él cobijaba a los que más quería sin dejarles nada entre las manos. Nunca antes lo había pensado así. Era todo un pasatiempo pensando en los pormenores de su situación donde su muerte podía dar la solución a sus problemas. Mejor morir cuando los médicos luchaban por salvar su vida. El infierno de todos estos años aminoró su cobardía. Morir de la manera más expedita y ridícula, después que los galenos lo prepararon para la tomografía. Este se tomó a pesar de la prohibición un poco de jugo de naranja que sus familiares le trajeron subrepticiamente desde el día anterior, lo que afectó la úlcera péptica, y le complicó el organismo cuando le administraron por vía intravenosa el respectivo líquido que reflejaría a los cirujanos la ubicación exacta de sus tumores, y lo mucho que hubieran podido crecer desde que se los diagnosticaron como malignos. Alcanzó a darse cuenta cómo manó la sangre por la boca, en medio del estupor de los galenos y enfermeras. La cita con la muerte fue puntual. Sus parientes tenían un seguro por cobrar.Todo estaba consumado, y nada más. La vida era una sola. La muerte era otra cosa.
Y la edad, la que nunca había tenido en cuenta, ahora comenzaba a pesar. No había duda sobre el tumor. Pero sobre su edad, sí que la había. Aparentaba otra muy mayor de la que tenía.
-Don Juan, le dijo otro médico, todavía está joven. Dese ánimo.
“Animo, sí. Pensó.” Pero quién le daría el dinero para sacar a los hijos adelante. No es que no quisiera vivir, pero se sentía derrotado ante la vida. Todo, todo lo había perdido, y hasta ahora se daba cuenta. Estaba decidido a morirse muy a pesar suyo. Lo venía fraguando desde hacía años cuando comenzó toda esa dilación minuto a minuto, segundo a segundo, postergando todo para el mañana, dejando que el tiempo se fuera haciendo tiempo, y que la vida se fuera consumiendo sin darle algún sentido. He aquí que todo lo suyo llegaba al final, y con él cobijaba a los que más quería sin dejarles nada entre las manos. Nunca antes lo había pensado así. Era todo un pasatiempo pensando en los pormenores de su situación donde su muerte podía dar la solución a sus problemas. Mejor morir cuando los médicos luchaban por salvar su vida. El infierno de todos estos años aminoró su cobardía. Morir de la manera más expedita y ridícula, después que los galenos lo prepararon para la tomografía. Este se tomó a pesar de la prohibición un poco de jugo de naranja que sus familiares le trajeron subrepticiamente desde el día anterior, lo que afectó la úlcera péptica, y le complicó el organismo cuando le administraron por vía intravenosa el respectivo líquido que reflejaría a los cirujanos la ubicación exacta de sus tumores, y lo mucho que hubieran podido crecer desde que se los diagnosticaron como malignos. Alcanzó a darse cuenta cómo manó la sangre por la boca, en medio del estupor de los galenos y enfermeras. La cita con la muerte fue puntual. Sus parientes tenían un seguro por cobrar.Todo estaba consumado, y nada más. La vida era una sola. La muerte era otra cosa.
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