CONFABULACIONES


Había colocado su orejita de tal manera que podía escuchar todo lo que dijera “El Embrujado”. Uno decía que estaba loco, otro que el diablo estaba asido a él, y el cual más sabía que existía una orden. Todos aducían que eso era justo, luego que se enroscaba y llegaba a cualquiera de los resquicios a donde estuviera. Captaba todo lo que decía. Si se dirigía a la cocina, a una de las habitaciones, al baño o al patio, hasta allá llegaba. Era un mandato siniestro haciéndole creer que era un fugitivo.
-Es el mismo diablo, dijo uno.
-Un degenerado, dijo otro.
- ¿Un antisocial? Preguntó, alguien.
-Sí. Dijo otro, de voz bronca.
Desde que “El Embrujado” llegaba, lo perseguía por toda la casa. Y cuando se ponía a hablar solo, el vecino le golpeaba tres veces; y sí se iba para la otra habitación, o al patio, hasta allá llegaba el sonido de los tres golpecitos.
Era aterrador. No lo dejaban dormir. Creía que lo iban a matar. Si salía de la casa, uno de los vecinos hacía lo mismo y lo perseguía como si fuera su sombra hasta que se alejara del entorno. Cuando regresaba, ya sabían que estaba cerca, y así comenzaban nuevamente con el hostigamiento. A veces le dejaban la puerta abierta para que entrara; o si no, otro lo hacía en el mismo momento que la iba a abrir. Si iba a cualquiera de las tiendas del sector y pedía una bolsa de leche, o cualquier otra cosa, lo confundían. Le entregaban un producto diferente, o le decían que no había pagado. Otro vecino, a veces desde lejos le hacía señas con uno de sus dedos en forma de pistola, y señalaba sobre su cuello como diciéndole:
-Hoy se muere
No podía andar tranquilo por las calles porque cualquier pelafustán se creía con más derecho de andar libremente. No entendía de qué se trataba, pero aun así sabía que siempre había sido lo mismo, como si tuviera un enemigo desde niño. Era un maldito. Más maldito que viruñas, pues las amenazas se convertían en reprimendas físicas. Lo querían matar muy sutilmente y no lo podía entender. Parecía ser una nueva técnica donde la persona podía tomar una decisión drástica: O se suicidaba, o cometía cualquier felonía.
Vecinos del barrio que había visto hacía muchos años le salían a su paso y provocaban. Comerciantes que ni siquiera conocía se daban sus ínfulas y lo zaherían, mientras los delincuentes le salían a robar lo que no tenía como si estuvieran apostando a ver quién lograba el propósito de la orden siniestra.
-Está muerto, dijo “Voz de Humo”.
Una vecina trajo ramos y entró a su casa para que los malos vientos se fueran, mientras los perros aullaban y los gatos corrían sobre los tejados porque era una maldición la que estremecía la casa, como sí se la quisieran llevar.
-Pobrecito, dijo una mujer.
- ¿Y todavía no está muerto? Preguntó un desconocido.
-Tiene que parecerse a una venganza, dijo otro.
- ¿Una venganza? ¿Eso es de ley? Siguió preguntando.
-Humm..., alcanzó a decir otro.
Las confabulaciones no terminaban. El propósito era de tal magnitud que, si se salvaba del infierno en que se encontraba, la esquizofrenia o el Alzheimer terminarían por llevárselo para siempre. Era un conejillo de indias. Los sabuesos que urdieron todo esto, también usaban sus lengüitas enroscadas y desde las paredes le enviaban mensajes amenazantes y sibilinos donde las frecuencias que ninguna persona normal captaba, las entendía. Sus nervios estaban tan alterados que con el solo hecho de ver correr a alguien hacia él, creía que lo iba a agredir. Y entonces, corría como alma atormentada huyendo del mismo demonio. Ya le había sucedido. Estaba paranoico. Todos conjeturaban que de esta, no se salvaría. Y la persecución no terminaba porque era una orden secreta. Una conspiración siniestra. Parecía más bien, que le hubiesen colocado un chip que le leía su pensamiento. Lo aturdían los gritos que escuchaba. A veces quedaba absorto. Si hablaba con alguien en la calle, pensaba que era uno de sus vecinos que lo quería matar, mientras veía a los bólidos apresurados que pasaban delante de él. Sus conductores o los pasajeros le gritaban porquerías, mientras otros en sus motos se burlaban y lo maldecían. Estaban jugando con su mente. Uno de ellos sacó su arma y se la mostró. Era como diciéndole:
– Te voy a matar.
Más adelante otro se burlaba, y le decía:
- ¿No se ha muerto?
Y jugaban con este, como si fuera un niño.
“El Embrujado” no entendía nada de lo que le pasaba. En su casa los vecinos practicaban con sus transmisores de frecuencias que oscilaban entre las 8 a 20.000 decibelios por segundo, y así las captaba. A veces lo drogaban en las calles mediante subterfugios. Sus nervios auditivos escuchaban lo que decían en la otra casa.
-No pagué mucho por el perro, decía la voz parecida de uno de sus vecinos.
Lo oía claramente. Después, al otro día, cuando salía de su casa, veía cómo una camioneta negra con vidrios ahumados se estacionaba frente a él, mientras el conductor que era un agente de la ley, bajaba el vidrio y lo miraba fieramente.
Arrancaba. Al rato cuando ya se estaba desdibujando el rostro de aquel, se lo volvía a encontrar en otra calle, para que creyera que lo estaba persiguiendo. Y también veía cómo se burlaba.
Al poco rato, por el andén en que iba, un perro parecido al de uno de sus vecinos que era peluquero, lo veía muerto. Entonces se asustaba y trataba de correr. Miraba a todos los lados. Todo el mundo andaba tranquilo. Estaba loco. Su corazón se agitaba. Era como si le estuvieran quitando media vida. Tenía varillas en la columna vertebral, y con el susto se le encogía el pie iz­quierdo. No tenía fuerzas. Estaba apesadumbrado. Sus confabuladores hacían todo lo humanamente posible para desquiciarlo, y sin embargo se apegaba a la vida.
“Lengüitas”, a diferencia de “Orejitas” tenía su propia técnica. Perifoneaba en las multitudes y todos le creían. Se desempeñaba en muchos oficios, pero sus mentirijillas podían ser de tal magnitud, que desencadenaban venganzas. Era síquica. Y cuando se congregaba con otras, escuchaba un rumor que se iba tornando en odios, en pasiones, y así el vocerío retumbaba idéntico a lo que uno escucha cuando se entra a una plaza de mercado. Y aunque se escuchara de todo, la algarabía terminaba en una suave murmuración, pues “Lengüitas” siempre podía hacer que las voces se fueran acompasando como en esas melodías de una orquesta sinfónica cuando el director hace que el silencio poco a poco enternezca a los oyentes.
“Ríos Revueltos” era otro. No se parecía en nada a ninguno de los anteriores. Era pescador. Dicen los que lo conocen que como el camaleón simula muy bien. Y pesca en ríos secos, en los océanos desérticos sin que nada lo amilane. Puede hacerlo en el aire frío, a la luz de la luna o del sol.
- ¡Ay! Gritó su mujer.
El Embrujado estaba absorto. Fabricaba gargantillas de fantasías para vender en las calles.
- ¿Si oyó? Le preguntó.
- ¿Qué pasó? Interrogó.
Un perrito aullaba. Chillaba. Una niña también lo hacía.
-Le partió la patica al perrito, dijo.
El carro de un vecino acababa de salir de aquel callejón.
Se suponía que estaba asustado. Unos meses antes donde don Alejandro, al frente del asadero de pollos del barrio “El Restrepo”, “El Embrujado” leía en el periódico “Hoy” sobre la forma que los delincuentes asustaban a los comerciantes que extorsionaban. Les arrojaban perros muertos de alguno de los vecinos. Eso decía dicho periódico. En ese momento abruptamente llegó el dueño del restaurante, y se sentó a charlar con don Alejo. Hablaban de cosas extrañas y de muertes. El patrón del negocio entonces se hizo el que trataba de correr sentado. “El Embrujado” ni siquiera sabía de qué se trataba.
-Lo tenemos loco, oyó que dijo.
Al salir de su casa el nuevo inquilino de “Voz De Humo” lo estaba esperando. Lo miró amenazante. Estaba tomado y se parecía mucho a un compañero sentimental que tuvo la tía durante años. Este, entonces se tocó la cabeza con sus manos repetidamente, esperando a ver de qué se trataba. Lo miró y siguió. Al frente de la puerta desde la noche anterior le habían puesto una camioneta Chevrolet roja pequeña. Casi que no puede salir. Rumbo hacia el barrio 20 de Julio, otros personajes facinerosos le fueron saliendo a su paso. Uno le hizo el signo de pistola con los dedos de su mano derecha, y se lo colocó en el pecho. Otro se señaló la orejita. Hubo otro que casi estornudó sobre sus espaldas. Ultimamente se les ha dado por arrojar perritos blancos a su paso, en medio de alguna avenida para que cualquier carro que pase, los mate. Así alcanza a ver cómo un motorizado le deja uno de estos, adelante de él. Es una amenaza sutil. Sigue como si nada. Unos pocos años antes lo habían enloquecido, y por esta razón estuvo a punto de morir. Por los días en que leía el periódico donde don Alejo, vio cómo unos muchachos que iban en una moto trataron de cazar a un perrito del mismo color. Estaba nervioso. Drogado, seguramente ido de la cabeza. Asustado. “Ojos Azules” lo había cogido por la espalda, y con su dedo índice lo había amenazado, mientras lo empujaba hacia la calle por donde iban los carros a toda velocidad. Pensó que era un revólver. Sólo sabía que era una de las muchas amenazas que frecuentemente le hacían. De regreso para la casa, otros motorizados le arrojaron a otro perrito sobre la Avenida Décima, y que acabó por salvarse de su atropellamiento fatal. Luego lo miran como si lo quisieran arrojar a los carros que van a toda velocidad. Uno de estos tiene sus ojos brotados, como si estuviera drogado.
Recuerda que desde niño le han sucedidos cosas extrañas y siniestras, pero nadie le cree.
-Es esquizofrénico, oyó que dijo una voz de ultratumba.
Unos amigos que conoció de joven habían creado un cuento. Y con esto, se habían inventado una leyenda.
- ¿Quién es más loco? Preguntó otro.
-El que se lo cree, dijo un farsante. Ya “Gavilla Salvaje”, está trabajando en eso.
Mientras tanto, “Conciencia” se disponía a leer unas historias que “El Embrujado” años antes había escrito en un país vecino.