CAZADOR CAZADO *

No tengo pelos en la lengua para contarle todo, comisario. Si pudiera ahora, lo llevaría a los diferentes lugares a donde cometí según Ud. en momentos de rabia y desesperación todos aquellos actos de los cuales me acusa. Si mal no recuerdo me sigue en esto desde el principio, fiel a esos ideales que tiene de justicia. A lo mejor este será su mejor caso, el mejor; para que no se le olvide que si logra demostrar todos los delitos de los cuales me acusa, probablemente lo ascenderán, lo premiaran, saldrá en los periódicos, en la radio, en la televisión, en fin en todas partes. Todos lo alabarán. ¿Y yo? ¿Qué me dice? Seré el chivo expiatorio. Más bien creo que no trabaja por que sí, sino porque le pagan, y cree que con mi caso hará fama, será el personaje importante a quien le abrirán las puertas, y saldrán en su ayuda cuando lo solicite. Yo en cambio no pensaba en eso, en un comienzo.

 

Solamente lo hacía cuando sentía esa sensación de desasosiego que desespera, ese dolor de cabeza, y después… La tranquilidad regresa. El espíritu se siente libre. Descanso, aunque el comisario no lo crea. ¿Soy paradójico, verdad? A mí, la sangre me da vómito, repulsión. Es una sensación de caos total lo que siento. Luego viene la calma, la tranquilidad, la misma placidez que Ud. siente cuando resuelve un caso. ¿Recuerda a aquel en que afirmó qué solo un demente podría haberlo hecho? ¿Qué cómo lo hice? ¡Ah! No. Eso, si no. Sería darle todas las pruebas. Yo manejé todo desde su respiración más sutil hasta el desfogue de todas sus pasiones. Fue una obra de arte, se lo digo. Quedé pletórico. Satisfecho. ¿Quién no? ¿Cuánto trabajo? ¿Las pistas? Se las dejé comisario ¿Recuerda? Ese caso representaba la antítesis de lo que Ud. es. Lo confieso. El guante era la clave. El meollo del asunto. Sabía que se empecinaría en esa pista. Acéptelo, comisario. ¿No se da cuenta que su vida pende de un hilo? Si a mí se me antojara:

- ¡Zúas!

 

Para que le digo. Cree que los hilos de este enredo los han venido manejando, pero para ser francos yo soy el que tengo la sartén en las manos. Uds. creen saberlo todo. Permita que me ría, comisario. Siempre he reído cuando las circunstancias lo exigen.

 

Después viene la paz interior.

- ¿Locura? ¡Que qué!

 

Cuando vio el guante supo que era el compañero del otro que encontraron en uno de los muchos casos que ya tenía como cangrejos. Le dio alegría. ¿Verdad? En aquella ocasión nada pudieron probar. Ud. cotejó las experticias del anterior con este. ¡Aja! Claro que sí. Se correspondían las pruebas.

- ¡Humm, Humm! Qué ironía.

 

El primer guante quedó abandonado sin que yo lo quisiera, pero por esas cosas del destino o de la suerte, Ud. no pudo probar nada, porque antes de usarlo ya había tenido la precaución de cubrir mis manos con aquella crema que impide que las huellas se adhieran a lo que tocan. Ud. lo supo, luego que me investigó. Parecidos hay muchos. Fue fácil. ¿Sabe? Me dolía la cabeza. Siempre sucede así. El silencio de la noche aletargó mis sentidos. En mi afán de salir de ese atolladero, el guante quedó allí sin más remedió entre los espinosos arbustos. Alguien, no sé quién me aventó. Aun así, pude zafarme de ser el sospechoso principal. El creador de dicho infundio fue quizás un avieso testigo que quiso dar pistas, sin que jamás se atreviera a presentarse en los estrados judiciales. Casualidad, creo yo. Dejé mi sedán negro antes que Uds. lo encontraran estrellado en la playa contra las rocas en la avenida Soublette. Yo sabía que Uds. se aferrarían a esos indicios. Seguramente recordaría el caso del guante abandonado, o no sé; tal vez revolcaría en los archivos en busca de esa vieja historia, porque Ud. es un cazador avieso. Solo hasta ahora lo sabe. Demasiado tarde, comisario.

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