Historias de guerreros. (Apartes...)

 


7.

No lo podía creer. Los “Mil Muertos” estaban presentes en su vida. En esas pesadillas que a veces tenía, los personajes se parecían a conocidos suyos que hablaban de política, personajes a los que admiró en su momento porque embelesaban con sus ideas a todos los que por casualidad tuvieran la fortuna de oír sus discursos. Con sus defectos y sus virtudes descubrió otras verdades que le parecieron más horripilantes a las que cualquier mortal podría imaginar.

Uno de ellos, en medio de esos laberintos oníricos de Borges, soñaba que él era otro sueño, y se desencajó cuando abrió sus fauces y comenzó a contar una a una las historias de cada uno de sus dientes, que como cruces en el infierno abrían el camino de sus verdaderas mortajas. Era terrible. Lo habían engañado. Su olor que era repugnante manoseó toda la estancia, y así pudo entender la impresión del miedo que a todos cobijaba. Era como la historia de aquellas tormentas en el laberinto del infierno a los que Dante llevó para que pagaran sus pecados cometidos en vida, con la diferencia que este se burlaba de sus difuntos, mientras sus cómplices al sentir que podría ser tal vez el único que como dios andaba en esos intrincados mundos adonde todos habían perdido sus vidas por cuenta de este, también le temían. Le vio perfectamente. Era uno de esos sueños imposibles de olvidar. Su vaho desencadenaba un olor nauseabundo que inundaba el ambiente cada que tocaba uno de sus dientes, y como el mejor dentista lo sacaba de su mordaz tierra de ultratumba para mirarlo fríamente, luego que sus secuaces preguntaban cómo había sido la historia de aquel muerto.

Entre las tinieblas sintió miedo, cuando su voz amedrentadora comenzó a contar todo lo que sabía sobre esa cruz que se sacaba de sus encías.

- Este murió, porque así lo quise.

- ¿Cómo? Preguntó otro de sus congéneres.

- El ni se dio cuenta. Solo lo supo en el instante que lo embestí.

Sí, podía ser la historia del Minotauro.

- ¡Ah! Dijo otro. ¿Es como si hubiera estado secuestrado sin darse cuenta?

- Así lo fue, dijo. Nunca lo supo.

 Todos los “Mil Muertos” se le fueron acercando porque creyeron que era el más perfecto de todos.

- Hiede, dijo uno.

El “Mil Muertos” rezaba fervientemente, como si en verdad estuviera arrepentido. Alguien de entre la multitud que se había arremolinado ante el festín que provocaban las hilaridades de aquellos contertulios, preguntó:

- O sea que rezan por cada uno de sus muertos.

- ¡No! Contestaron.

- ¡Shi…! Dijo el “Mil Muertos”, que hasta ahora había comenzado a contar la historia de cada uno de sus dientes.

- Fue un resoplido de los mil infiernos, dijo otro.

- No quiero que se despierte, mientras voy contando mis historias.

- Pero que sepa, dijo otro.

- ¡Nosotros rezamos por los que se van a morir! Gritaron.

Sudó frío en medio de aquella pesadilla terrible. Recordó a “Lengüitas” que muy sibilina lo amenazaba en la “Casa Embrujada”. Memín estaba muerto, y muchos otros de los que pretendieron zaherirlo, también.

- ¡Qué no despierte! Gritó otro.

Durante mucho tiempo, y por toda la ciudad, adonde se sentaba para descansar, luego de sus largas caminatas de miedo, los informantes disfrazados de menesterosos, prostitutas y rufianes que le salían a su paso, siempre se sentaban delante de él con un escapulario. Podía distinguir muy bien los crucifijos. El ya no era de este mundo.

- ¡Qué no despierte! Gritaron.

Crónicas policíacas

8.

En esas extrañas situaciones vividas, “El Embrujado” con estupor fue reconociendo a cada uno de sus posibles victimarios en una casa donde se suponía que cualquier ciudadano podría estar seguro, y que nadie se atrevería a quitar su vida y honra, porque como en esas obras de teatro de Shakespeare, los que confabularon resultaron ser de ley. Era para no creerlo. Su desconcierto mental que estaba más allá de la realidad, apenas le dejaba vislumbrar algunas cosas que posiblemente le sucedieron, pero que de manera siniestra estos personajes como dioses se convirtieron en sus peores pesadillas, en un mundo adonde solamente ellos eran los que mandaban. No hubo día ni noche en la que no conspiraran, en una osadía que a diario terminaba con alguna provocación u ofensa, con las que pretendieron llevarlo al mismo infierno adonde posiblemente tenían sus guaridas. Eran los comparsas siniestros. Memín que, entre risotada y carcajada, resultó siendo tal vez el peor de aquellos áulicos que pudo conocer, porque en un restaurante de una tía suya, luego de compartir algunos festejos, al ir a almorzar vio un sugestivo ratón que le pasó a su lado. Pudo ver sus ojos brillantes y sentir que aquel animal era como la mascota que estaban engordando con los desperdicios que dejaban los comensales de aquella afamada taberna en la calle 15 que se encuentra con la avenida Jiménez, en pleno centro de Bogotá. Al ver aquel animal que pasó muy cerca de su hombro izquierdo mientras comía, le provocó tal congestión estomacal que le hizo dejar el almuerzo. Pagó la cuenta. Ese mismo día, viniendo desde el barrio “El Galán” hacia el centro de Bogotá por aquella alcantarilla que hay en la avenida sexta observó a otro roedor de idénticas proporciones que saltaba como un galgo, y lo veía muy nítido desde lejos por la ventanilla de la buseta en que iba. Aunque no lo comprendió en su momento, varios años luego de salir airoso del berenjenal de la locura a que fue sometido con el cuento de que era un enfermo del licor, en la biblioteca Luis Angel Arango se leyó varios libros sobre el alcoholismo, en donde quería constatar qué le había pasado, y por qué había quedado hipnotizado completamente en manos de sus perseguidores que se apoderaron de todo su entorno, y así supuso que la locura era consecuencia de alguna ingesta de posibles sustancias sicóticas a que había sido sometido durante años, hasta que “El Delírium Trémens” casi se lo lleva al cementerio.

Años después lo comprendería, recordando lo que sucedió,. Memín sería el que lo pudo drogar, al rememorar las primeras veces en las que unos amigos mediante argucias fueron jugando con su cerebro, y en la que supuestamente él era el más procaz de los indecentes. Lo aturdieron tanto, que nunca comprendió lo que pasaba, por más que en su cabeza mentalmente le daba vueltas a todo lo sucedido cómo si hubiera sido poseído por un demonio, y que necesitaba de un exorcismo por cuenta de algún misericordioso y humanitario padre del dios de los católicos.

Piedrahita, un detective de esos sabuesos que hubo de drogadictos y de lavados de cerebros, apenas le dejó una pista para entenderlo. En los días que lo conoció, gracias a Memo, en una ocasión en que festejaron luego de unas partidas de ajedrez en “El Club Capablanca”, con solo unas pocas copas de licor, perdió el conocimiento de lo sucedido, sin saber cómo pudo haber llegado a “La Casa Embrujada”; entendiendo eso sí, que algo había pasado. Cuando lo volvió a ver, le devolvió unos billetes aduciendo que se los había guardado al ver el estado inconsciente en que quedó. Unos pocos años luego del trance mental en que estuvo, y de ser recluido en el Hospital de la Hortúa para operarlo de la columna vertebral que se fracturó tras arrojarse de un segundo piso en el Bienestar Social del Distrito que está en la calle once de San Victorino, huyendo de las voces que escuchaba de unos policías que en apariencia lo perseguían en el frenesí de su locura debido a que retumbaban dentro de su cerebro, se le apareció disfrazado con una peluca de mujer, bailando y ejecutando muchas zalamerías de las que seguramente aprendió cuando fue detective del D.A.S. (Departamento Administrativo de Seguridad), como si con eso lo pudiera nuevamente enloquecer. Ya su cerebro que se hallaba adormecido y exhausto de las medicinas formuladas por los siquiatras no aguantaba semejante teatro. Expulsaba babaza como si de verdad estuviera arrojando los demonios que tenía dentro de su cabeza, y recordaba al falso sacerdote que apenas era un simple chófer de una buseta, y que en una noche desde la casa vecina pretendió torturarlo con su discurso mediante el transmisor que emitía las ondas hertzianas, y donde “El Embrujado” pudo oír aquel discurso bellaco que entre las paredes le enviaba, y que solo aligeró con las pastas medicinales que los siquiatras le habían recetado.

Lo querían enloquecer mediante el miedo, adonde los supuestos hombres de ley les enviaban a los ladronzuelos de las calles que como viles vendidos actuaban así para poder recibir su premio, y que no eran otros más que las tristes libertades que les daban, porque también estaban prisioneros, y actuaban como esclavos.

Tal vez Memín durante mucho tiempo lo drogó sin saberlo, aunque lo comprendió con el proceder de aquel ex detective. Un personaje muy preparado que con el tiempo también caería en las redes de otros brujos maledicentes que también usaban la sicología y obligaban a sus víctimas a morirse sin ninguna compasión. La última vez que lo volvió a ver, ya no era el mismo. Y Memín, el pobre Memo, tal vez terminaría algún día siendo víctima de su propio invento, cosa que según parece sucedió, porque unos pocos años después lo vería en condiciones deplorables. Así comprendió la vil estrategia de “Lengüitas” para con sus víctimas. “Orejitas” apenas podía disimular cuando escuchaba lo que “El Embrujado” decía a viva voz cada vez que alguno de sus vecinos lo provocaban dentro de la misma casa. Todos hacían parte de ese extraño contubernio, en la que los expertos en el arte de enloquecer eran sus victimarios.

- ¡Sois asesinos! Les gritó dormido.

Los “Mil Muertos” florecían en sus pesadillas. Así fue como le contaron otras historias macabras.

- Sus vahos eran terribles.

Crónicas policíacas

9.

En medio de esa confusión otro “Mil Muertos” quiso contar sus propias historias, que más bien se parecían a las de los mitómanos que para lucirse con sus bribonadas pretendían ser mejores de los que conmueven sus realidades. De su bocaza pudo escuchar el estremecedor llanto de la tortura. El “Mil Muertos” que había comenzado con estas, apenas pudo mostrar ante todos, sus dientes que en forma de cruz resaltaban como si con ellas hubiera sido la mejor de todas sus pestilencias.

Uno de los contertulios, interrumpiendo al que quería hablar, y dijo:

- Parece de oro.

- Así es, respondió.

Mal humorado, dijo que a él si le podían dar el mejor de los galardones.

- ¿Pero, cómo? Si los míos son de los mejores.

- ¡Mentiras! Gritó otro.

- Pamplinas, dijo otro más calmado. Todos somos bribones, y todos ganamos.

- Déjenme contar la historia. ¿Acaso la mía no puede ser buena?

Se trataba de una historia que “El Embrujado”, ya había vivido. “Seguramente, si yo les contara las mías, les ganaría, pensó”.

- ¡Mentiroso! Le respondió su alter ego. Ud. no sabe lo que dice.

En una ocasión llegando al terminal de transportes en el sur de la ciudad, los vigilantes de esas calles se convirtieron en sus perseguidores, y mediante provocaciones lo pretendían amedrentar. Con la amenaza y la mordaza, querían impedir que regresara a la realidad.

-Tú no eres de este mundo, le dijo uno.

Yendo por la vía que va a Soacha, un ciclista interrumpió su camino. Lo empujó y pegó por detrás con la llanta de su bicicleta.

Protestó.

- Venga lo arreglo, le gritó en actitud  provocadora.

De pronto otro personaje que se dio cuenta del enojoso asunto apareció providencialmente, como si supiera que aquel atarbán lo quería aporrear.

- ¡Arréglese conmigo! ¡Venga, que yo si lo atiendo! Le arengó en posición retadora.

- No se preocupe, siguió diciend a “El Embrujado”. Yo si me le mido a este desgraciado.

El ciclista desistió a lo que venía, y en medio de aquel conglomerado de gente que se estaba formando, decidió desaparecer del entorno.

- ¡Chao, viejo! Le dijo.

Recordó la primera vez que “Ojos Azules” se bajó de un taxi en la carrera 24 con calle 27 en el Sur, en el Quiroga, cerca de “La Casa Embrujada”.

- ¡Súbase de una vez, y solucionado el problema!

Era una amenaza a solas con la complicidad de aquel chófer, porque justamente se bajó luego de frenar en seco, al frente suyo. Lo evitó sin decir nada, con unas cuantas zancadas que dio. Y sin embargo no protestaba. Estaba amedrentado, y todos estos vecinos como fieras le salían por todos los lados a hacer su labor de zapa, y a pesar de que “Ojos Azules” lo había intentado matar mediante la inducción a un atropellamiento de los carros que raudos iban en un domingo muy temprano de la mañana por la Autopista del Sur, y muy cerca de la Primero de Mayo por los lados del barrio Restrepo.

Era una de las tantas provocaciones que le habían sucedido en esas calles que le parecían a las del mismo infierno. Quiso decir algo en agradecimiento a aquel que momentáneamente había aparecido como su ángel guardián, pero ni siquiera dio la cara, y siguió como si no hubiera pasado nada, mientras los peatones retornaron a sus destinos. Era una tortura silenciosa, con la que pretendían sacarlo de la realidad. No aguantaba más.

La vez que decidió devolverse para Bello Horizonte, la vecina que como los “Lengüitas” era la esposa de un gendarme vecino, además de locuaz y muy amigable, entreabrió su puerta de la entrada de “La Casa Embrujada”, mientras risueña, le decía:

- ¿Y por qué se va?

Sin dejar que respondiera a su inquietud, le siguió diciendo:

- ¡Chao, don, don, don!

Se burló en su cara. Ya antes en otras dos ocasiones había hecho lo mismo cuando fue asaltado por las calles cercanas por delincuentes de barrio.

Seguro que, si le dejaran contar esta historia los “Mil Muertos”, sabrían que había otro que sabía más de estas leyendas de pánico, de las que ellos mismos estaban contando porque las había vivido.

Pretendió levantar la mano, para interrumpirles su alegría, pero no, no había manera. Un golpazo en la puerta de la calle, lo despertaría. Todos esos vecinos se habían dispuesto a timbrar o golpear la puerta de su casa a altas horas de la noche, o por las mañanas muy temprano.

Se parecían a las sanguijuelas del Amazonas, que chupan la sangre a sus víctimas hasta no dejarles ni una gota.


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