7.
Estos accidentes son frecuentes en todas las
ciudades. Y sin embargo, ya “El Embrujado” tenía en sus recuerdos lo sucedido
cuando “Ojos Azules lo quiso matar”. No lo conocía. Había regresado a aquel
barrio con un temor terrible, pues no había olvidado lo sucedido con Damián,
aquel perro que premonitoriamente unos días antes con Clavijo, este lo escondía
en su casa del Barrio Santa Bárbara para que no mordiera a los nuevos socios
que querían montar una pequeña empresa de fabricación de estuches para
bisuterías. Con Lozano, un muchacho de esos tiempos, y cuyo papá tenía una
oficina de abogado adonde hoy funciona el centro comercial “El Latino” en San
Victorino, dentro de sus sueños se habían propuesto elaborarlos, y de los
cuales durante mucho tiempo “El Embrujado” vivió porque en verdad la mayoría de
sus clientes se lucraron con ellos, e
incluso en Venezuela pensó hacer lo mismo, pero la tortuosa persecución
y el trabajo donde la jornada laboral era de casi 20 horas se lo impidieron,
hasta que el golpe frustrado de los militares con Chávez, lo obligaron a
regresarse en el Gobierno de Caldera, porque la moneda del Bolívar se devaluó
tanto, que lo que ganaba en un mes, solo servía para vivir tres o cuatro días a
lo máximo. Una desgracia.
La hermana de Clavijo que según le contó después, cuando estaba loco y recién salido del hospital de la Hortúa, murió tras haber servido en la Fuerza Aérea Colombiana a consecuencias de un derrame cerebral. Aquel perro, que según Primorov era un gozque, y no un pastor alemán como se creía, al dejarlo en aquel callejón su dueño libre, casi lo castra en la puerta de la entrada, al tratar de salir a defender a la mascota que la familia tenía, y que había sido llevada desde Bello Horizonte.
“Ojos Azules”, le recordaba una vieja canción vallenata de Moralitos, porque otro muy parecido a este con el cuento de un préstamo del banco de Bogotá, se había aparecido inoportunamente en su vida, a burlarse en Bello Horizonte, no hacía mucho tiempo.
- ¿Pobrecitos los loquitos, no?
Se lo dijo a este, y a su compañera. En son de burla y entre chanza y chanza más que parecerse al que casi lo mata en una mañana infernal, junto con un lustrabotas que frecuentemente le rondaba por los lados donde otro vecino de la plaza del barrio Santander murió en esos años atropellado en una mañana por la avenida Primero de Mayo, por un carro que no le dio tiempo de darse cuenta. Se burló en su cara miserablemente. Había ido de Bogotá a hacer su trabajo de comisionista, y sin más ni más casi que le presta todo el dinero acumulado del banco, con el cuento de que alguien lo había recomendado. Seguramente habrían sido “Los Intelectuales de la Muerte” que le recordaban que no solo era su conejillo de indias, si no también presuntamente el próximo a quien querían matar. Se parecía más bien a una persecución de carácter policial enmascarada mediante estos mendaces que muy bien conocía el comisario Rincón, pero que “Conciencia” a pesar de que sabía de estas mangualas, se hacía el desentendido.
Entre idas y venidas de este, con el cuento de que el formulario había quedado mal hecho, mientras “Mentiras Frescas” no dejaba de mostrar sus afilados y espigados dientes que se parecían a cuchillos dispuestos a amedrentar desde “La Casa Embrujada” por medio de los secuaces que tenía en la ciudad en donde este tuvo que refugiarse, luego que el supuesto hijo de la tía casi lo mata dentro de la misma casa, aparentando una reyerta por la posesión de ella, para esconder los taimados intentos de asesinatos perfectos que se gestaron contra él durante años, incluso en Venezuela. Su parecido con aquel que lo quiso matar muy sutilmente, solo dejaba entrever que los que lo enviaban desde Bogotá con el cuento de un préstamo bancario, simulaban que existía toda una manada de vándalos que lo quisieron asesinar en “La Casa Embrujada”, y que mediante estas argucias pretendían que no saliera del temor, que fue el causante de la locura en que se sumió durante gran parte de su vida. Ellos mismos lo drogaron en las calles, y además era posible que muchos muertos tuvieran encima en medio de accidentes macabros.
Entonces recordó su estancia en la Virginia como profesor, en reemplazo de Villarraga que había sido un enamoradizo de sus mismas alumnas, y que cansado de aquella vereda quiso que mejor lo trasladaran a Bello Horizonte.
- Estaba loco, dijo el comisario Rincón.
- Siempre lo estuvo, arguyó Triana, el hijo menor
de una familia de profesores del colegio “Murillo Toro” que orientaron a muchos
jóvenes.
- Mentiras, dijo Herrera, un encubierto de la
brigada. Le estuvimos haciendo un
trabajo de sicología.
Muchos años después, el mismo Triana se lo confirmaría:
- Es de la Brigada.
- ¿Y eso qué? Dijo en su tiempo este. Son nuestros
hombres. Nos protegen.
“Conciencia” lo entendía. A él no. Así quisiera ser el mejor de los ciudadanos. Estaba marcado por el estigma, y lo querían matar, aparentando cualquier cosa.
- Sabe que yo lo puse a pensar, dijo el comisario
Rincón, tras su corta aventura en Venezuela.
“Conciencia” sabía que era cierto. Sus escritos, en verdad eran historias vividas por este, así parecieran de mundos oniricos.
- Pero me mal interpretó, dijo el comisario Rincón.
- Ni tanto, dijo “Conciencia”.
- ¿Y cómo fue que murió? Le preguntó “El Embrujado”
a aquella vecina que tenía su tienda en la plaza de mercado del barrio
Santander.
- Estuvo tomando como siempre lo hacía en su
tienda, y después con unos amigos salió a hacer una diligencia. Lo atropelló
una buseta de manera espantosa, y lo mató ipso facto.
“El Embrujado” sintió lástima, y así comenzó a tejer otra historia, muy parecida a la de “Ojos Azules” y sus compinches, que lo obligaron a regresar a Bello Horizonte después de casi veinte años. A donde fuera lo perseguían y lo amenazaban. Un viejo gendarme ya muy mayor, y pensionado cuya mujer tenía un restaurante dentro de la misma plaza de mercado en el barrio Santander del sur, en esos tiempos en que estuvo demasiado loco y poseído por las perratunas de aquellos vecinos miserables que en más de una ocasión lo provocaron, y muchos años después que Damián casi lo castra en la puerta de la casa, cuando quiso defender a su mascota, al verlo tan amedrentado porque todos los comerciantes de aquel sector no solo se habían dispuesto a no comprar sus mercancías, sino a intimidar, que incluso el chófer de una radio patrulla lo rozó por la espalda, como si de verdad lo considerasen su enemigo, cuando en realidad no lo era:
- Y lo maté con mis propias manos, decía aquel ex
gendarme.
“El Embrujado” no sabía a quién ni porqué, pero sencillamente adonde entraba escuchaba frases pestilentes que duraron otros 20, o más años, como si lo quisieran matar a punta de miedos y de sustos.
Su teatro era terrible, lo había conocido de joven, pues no en vano durante más de treinta años había sido cliente y proveedor a su vez de otros cacharreros del sector. Sus ojos parecían que se le salían de sus órbitas, y gritaba en medio de los comensales que nadie dudaba de que fuera broma lo que estaba contando, que este prefirió no volver más a tomarse una cerveza en aquel restaurante que en años anteriores había sido también una pequeña cacharrería.
- Y cómo murió, le preguntó “El Embrujado” a
aquella vecina que tenía su tienda.
- Iba pasando por la avenida Primero de Mayo y no
se dio cuenta que venían los carros a mil. Ni siquiera sus amigos tuvieron
tiempo de avisarle.
- Y no será, dijo este que alguien lo llamó, o lo
empujaron. ¿Más bien, no sería que lo entretuvieron?
- ¡Ah! Si. Dijo la vecina medio apesadumbrada.
“El Embrujado” como si fuera el comisario Rincón, vio cómo se distorsionaba por los nervios y la melancolía y…
- Lo llamaron por el celular en ese preciso
instante.
- Eso fue, dijo el comisario Rincón. Ya está
pensando.
“Conciencia”, lo sabía. No era paranoia. Los otros son los que se inventan esas historias.
- Esos son “Los Intelectuales de la Muerte”, dijo
el comisario Rincón.
En otra tienda “El Embrujado ya había visto a aquellos rostros parecidos al que lo quiso matar con una hamburguesa. Incluso una vez lo vio en el Marco Fidel Suarez cuando trataba de desvarar a un camión pequeño, qué su sola presencia, le hicieron intercambiar sus sentimientos mediante los ojos que le brillaron y le titilaron como si hubiera sido descubierto.
- Si, dijo “Conciencia”. Son los intelectuales.
Fanfarronean porque saben que nadie los investigará, pues son de ley.
- Y menos mal, dijo el comisario Rincón. Ya piensa
como queríamos.
- Mentiras, dijo otro. Está loco.
“El Embrujado” no sabía de dónde provenía aquella voz, pero la respuesta de aquella vecina, y su pregunta sobre la llamada por el celular le daban la razón.
A este, “Ojos Azules” le había tratado de hacer lo mismo, aunque supuso que uno de los matarifes de los carros que le pasaron esa vez muy cerca, mientras no se quiso devolver en la mitad de la avenida 27 cuando apareció aquel embolador enjuto y de cara tenebrosa, corriendo como si se le fuera a abalanzar. Años después cayó en la cuenta de por qué miraba tanto hacia atrás “Ojos Azules” luego que lo percollara en la garganta y por la espalda, aparentando bajo la amenaza de un revólver que no lo era, porque en realidad era la punta de su dedo índice.
Y que, tras el susto, “Ojos Azules” lo dejara de apretar brevemente, e hizo que se zafara y corriera instintivamente hacia el otro lado de la avenida de manera automática, cuando venían los carros a toda velocidad, adonde seguramente varios de ellos podrían ser sus compinches, que estaban preparados para arrojarlo a los infiernos. Al cementerio, mejor dicho.
- Ya lo sabe, dijo el comisario. Así actúan “Los
Intelectuales de la Muerte”. Trabajan con el cerebro de sus víctimas.
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