Cuando Búfalo Bill contaba sus hazañas en “La conquista del oeste” nos recreaba de manera divertida las argucias del rodeo que fue la que terminó con la caza del bisonte, mientras el tren avanzó en aquellas estepas donde el oro y la ley del más fuerte imperaron en medio de esa avasalladora faena de exterminio, y los pocos indígenas que quedaron terminaron por acompañarlo en su meteórica leyenda. Para “El Embrujado” ese sincretismo cultural también se dio en la tierra de la cual hacía parte Nicolás de Federmann.
Recordaba a ojos azules. No era Paul Newman. Tal vez podría ser Geo Von Lengerke el de “La otra raya del tigre” de Pedro Gómez Valderrama, o también la de “Gonzalo Jiménez de Quezada” con sus aventuras, en la que estos imaginarios le provocaron. No en vano aquel personaje que acompaña a Jack Nicholson en su huida del manicomio nos recuerda que ellos no hacían parte de nuestra historia, sino solo como la de gregarios, o mejor dicho la de perdedores. O por qué no Steve McQueen. En Cogua, un pueblo aledaño a Zipaquirá, a donde el imperio Muisca florecía gracias al intercambio que estos hacían con la sal, luego que llegaron los conquistadores, una nueva ideología en estas tierras como en otras regiones del país se impuso. Indígenas de ojos verdes aparecían por doquier. Un mestizaje con culturas extrañas que con el tiempo serían los nuevos imaginarios de un país. Una amiga que se cambiaría el nombre de Lolita por otro, ya que no le gustaba que la confundieran con la de “Navokov”, y que le permitió intuir otra historia; aunque no sabía que estaba siendo víctima de un ardid familiar. Una historia que giraba alrededor de una estirpe en la que un supuesto líder de esas cofradías secretas que pregonaban nuevas libertades y formas diferentes de visualizar la vida, y que, al terminar de desilusionarse por la realidad efímera, y que simplemente al entender que había que cambiar el mundo para que todo siguiera igual, un desilusionado muy parecido a Ernest Hemingway, el autor de “Por quién doblan las campanas”, se suicida. En Ibagué otro caso parecido. Un muchacho al que conoció de paso, lo había visto solo y aturdido, mientras un amigo con el que avizoró nuevos mundos, le decía que el alcoholismo le había impedido continuar su carrera de derecho en la universidad Nacional de Colombia. Otro que había trabajado con su papá, y que deambulaba por las calles todo ido, como si la sociedad lo hubiera aislado, le permitieron vislumbrar que en estos mundos lo que existía eran intereses económicos de parentelas, y que el poder de estas le arrebataron parte de su vida sin que nadie lo impidiera. Eran trabajos de secretos. En “La teoría pura del derecho” de Kelsen, creyó que el hombre al ser la suma de las imperfecciones a través de la historia, un derecho universal se instauraría. Como esos adagios que uno escuchaba en la boca de los mayores: “El que nada debe, nada teme”. O “El de la aldea global” de McLuhan en la que con el desarrollo de la tecnología de las comunicaciones nuestro orbe podría ser el mejor, si lo quisiéramos. Y sin embargo, el mundo seguía siendo el mismo. En la segunda guerra mundial los estigmas sociales que conllevaron a las persecuciones contra las etnias minoritarias, y la mala repartición del mundo por las potencias en la primera guerra mundial, conllevaron a que los imaginarios de los germanos provocaran la segunda; y en su país después del triunfo aliado un desaforado juego de intereses económicos por la nueva alineación mundial, provocarían la consabida proliferación de las atrocidades en donde millares de familias sufrieron con la aparición de un nuevo modelo de desarrollo económico, en consonancia con la migraciones forzadas del campo a la ciudad. En medio de ese caos, estaba “El Embrujado”. Lolita le sugería a Liza Minnelii en la película “New York, New York”. O los nuevos sueños del hombre por satisfacer sus necesidades espirituales y económicas. “Cabaret” de la misma artista, le recordaba al imperio de la infamia en ese mundo caótico de la guerra. Y él, que había nacido después de esos años de mediados del siglo anterior, hasta ahora lo estaba comprendiendo cuando su cerebro ya no le daba más, pues estaba inmerso en su mundo interior.
Hasta allá, lo llevaron esos imaginarios. Ya no veía a aquel agente en el cielo, ya el amigo que se puso en frente de la ventana del apartamento de la tía por la calle para que lo viera, no estaba; y la noche había llegado. Ahora andaba solitario por esas calles, mientras podría ser víctima de las fugaces estrellas viajeras de esas constelaciones. Ya no escuchaba voces ni veía a dónde se dirigía. Estaba muy absorto en su mundo. Se parecía a un drogado caminando por ellas, pero este tan solo estaba en su cosmos. En el barrio Restrepo se acercó a una estación de policía porque creía que sus perseguidores lo iban a matar. No le entendieron. Más bien, se burlaron. Estaba en otro mundo. Si Balzac hablaba con sus personajes en medio de la oscuridad de las habitaciones de su casa para redactar su obra cumbre de “La gran comedia humana “, él estaba en medio de sus elucubraciones respondiendo a sus incógnitas. Había otro que le replicaba como si las conociera de antemano. Le leía su mente. Estaba loco. El sentido de sus oídos se desarrolló tanto, que podía escuchar lo que hablaban otros a unos cuantos metros de distancia, y hasta el sonido de una mosca le provocaba un retumbar dentro de sí. A veces creía que tenía piedras por dentro de su cerebro. Andaba en las habitaciones de su casa como poseído. Se acostaba para dormir, y no podía. No se podía concentrar. Un barullo de voces y resonancias del viento le llegaban hasta lo más profundo de sus nervios que le hacían prever lo peor. A veces corría por esas calles de cemento. Otras, pretendía armarse de valor, y salía a despotricar contra sus perseguidores. No entendía en qué mundo estaba. Unos agentes que habían sido llamados por sus vecinos, al oír sus improperios vociferantes que a diestra y siniestra decía, llegaron hasta su casa en el barrio de San Antonio, a ver qué pasaba, mientras este rompía los vidrios de las ventanas. Antes había colocado cajas de cartón sobre otras, aduciendo que sus supuestos perseguidores lo querían matar. Las voces inconexas y amenazantes ya no lo dejaban dormir. Creía que así podría ver a sus perseguidores. Pero nada pasó. Estos dijeron que estaba drogado, y así fue como después abordó un taxi. Una voz ronca y recia le decía que estaba perdido, y que se iba a morir. Lo aturdió. El chófer lo miraba por el retrovisor hosco y amenazante. No captó sí en verdad le hablaba, o era otro. Su voz se quedó grabada en su mente, mientras anduvo toda la noche escuchando voces espeluznantes. Su decisión la había tomado desde hacía días. Quería morirse. Estaba completamente ido de sí mismo. Y así como sentía piedras que retumbaban dentro de su cerebro, pudo escuchar una voz siniestra. Su mundo real ya no concordaba con su imaginación. Lo habían enloquecido.
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