- ¿Entonces, lo
mataste?
-Sí. ¿Y qué?
Respondió groseramente.
“Es un patán,
pensó el comisario”. El muy pícaro fuera de reconocer su crimen ni siquiera se
inmuta. ¿En qué mundo estaba?
- ¿Cuénteme, cómo
lo hizo? Preguntó.
-Muy fácil,
comisario.
“Es muy osado el
bribón, siguió pensando el comisario.
Por mucho que diga
que sí lo hizo, todavía no tenemos pruebas que lo involucren en el caso.”
-No me cree.
¿Cierto?
El comisario se
acodó sobre el escritorio y retuvo su mirada en la de él. Era una mirada fría.
Por las buenas o por las malas siempre sería así. Sabía que a pesar de todo
fanfarronearía y diría cualquier sarta de mentiras hasta que se enredara en
ellas. No en vano se había ganado el remoquete de “Mentiras Frescas”. Las
pruebas estaban a la vista. El arma homicida con el casquillo de la bala que
segó la vida a Martín, las fotos del cadáver con los moretones producidos por
la cacha del revólver denotaban la sevicia de su victimario. Aunque el arma la
encontraron en su armario, no tenía sus huellas ni ninguna otra.
-Primero lo
amenacé al frente de su casa, y después lo hice subir al carro. Lo dejé manejar,
comisario.
“Sí. Eso era
cierto, dedujo. Lo hizo manejar tres o cuatro kilómetros, y lo obligó a bajarse
en el caño del Pescador, un sitio que en otros tiempos fue muy apetecido por
los antiguos pobladores de Caracas- y allí lo hizo adentrarse dentro del
follaje para evitar que nadie se diera cuenta de lo que sucedía.”
- ¿La sangre suya
es fría, no cree?
- ¡Ajá! Gritó.
¿Qué tal que no? Bueno, no lo entretengo más. Lo llevé bien adentro de la
maleza, y allí fue su final.
- ¿Y en qué parte
fue el tiro de gracia? Preguntó el comisario.
– En la cien.
- ¡Mentiras! Gritó
este. Fue sobre su costado izquierdo.
- ¡Lo ve! No me
creé. ¿No es así?
– Siga. Respondió
el comisario.
-Allí lo dejé. No
tenía qué más hacer.
- ¿Y el arma?
-El arma lo traje
para mi casa. Allí la encontraron Uds.
- ¿Y sus huellas?
– Las borré.
- ¡Y la sangre,
no! Le gritó el comisario.
-La dejé adrede.
- ¿Quién más vive
en la casa?
-Nadie, comisario.
“Pamplinas, pensó.
Ahora se las tira de loco.”
En la casa vivía
un matrimonio que pertenecía a una secta cristiana que aunque quisieron callar
y no decir nada a la gendarmería, llamaron a Amanda para que lo atendiera
porque tenía signos de estar fuera de sí. Lo vieron bajarse del carro que en
vida fue de Martín, cargando entre sus manos el arma, y gritando que lo había
matado.
- ¿A quién?
“Pensaron marido y mujer.”
-Hola, le dijo el
reverendo Thomas. ¿Qué te pasa José?
- ¿José, qué
sucede? Le preguntó Rosa.
No respondió ni
quiso decir nada. Lo oyeron cuando cerró la puerta, y escucharon el golpe del
arma contra el piso.
Más tarde salió
sin decir esta boca es mía, y se encerró en el baño a donde permaneció largo
rato. Por fortuna, Amanda ya había llegado cuando este salió.
-Mi amor, le dijo
esta. ¿Por qué estás así?
- ¡Lo maté! Gritó
delante de todos.
- ¿A quién, mi
amor? Preguntó asustada.
- ¿Y a quién iba a
ser?
-Lo hiciste. ¡Por
Dios! ¡Dios mío!
Lo besó
siguiéndolo hasta la habitación, mientras le gritó que no lo molestara más. De
forma soez, le dijo que no lo siguiera porque era su perdición. Que se fuera,
era lo mejor.
-No amor, no te
creo.
- ¡Vete al diablo!
Amanda salió
llorosa y les pidió que llamaran a la gendarmería. José estaba loco y podía
cometer cualquier diablura. Ella mientras tanto abandonó como pudo la casa sin
dejar de contener las lágrimas. Sin embargo, Rosa y Thomas no lo hicieron, sino
que esperaron a que José se calmara, aprovechando a que accedió a recibirles
algo de comer. Sólo cuando estuvieron seguros de que dormía, lo hicieron.
Los gendarmes no
prestaron ninguna atención a la singular denuncia, y supusieron que hacía parte
de las muchas llamadas falsas que a diario recibían, y dejaron así el asunto.
Para esa hora medicina legal ya se encontraba en el lugar de los hechos
haciendo el levantamiento del cadáver de Martín Pulecio, un tratante de
blancas, a quien le gustaba entablar amistades con inmigrantes ilegales para
meterlas en el negocio de la prostitución. Precisamente a Amanda la conoció por
Mentiras Frescas, quien se jactaba de haberla conseguido en el Metro, cuando le
pidió en la parada de Capitolio que la orientara para saber cuál carril debía
tomar para que la llevara hasta La Castellana.
José ni corto ni
perezoso se ofreció a ser su guía, y desde ese momento quedó a ella encadenado
como los malditos al infierno.
Amanda que iba en
busca de una amiga que trabajaba en una casa de familia no se descorazonó
porque no la encontró, sino porque esa noche no tenía un real para pagar la
habitación en el hotel Trigal. Un hotel al que acudían los indocumentados en
esas tierras, ya que además de estar cerca del terminal del Nuevo Circo, podían
vivir tranquilos, ya que la gendarmería no los acosaba.
- ¿Y ahora qué
hago?
La sedujo. Mejor:
Lo sedujo.
Llevarla hasta su
habitación no fue ningún problema a pesar de que el reverendo Thomas no quería
más inquilinos, este le hizo creer que había venido desde su país a buscarlo
con el fin que hicieran las paces.
-Está bien. Está
bien, les dijo el reverendo. Lo único que no quiero es que vayan a hacer
escándalos maritales dentro de mi casa.
-No se preocupe
reverendo. Le contestó “Mentiras Frescas”.
-Que todo sea por
Dios, dijo Rosa.
-Muchas gracias,
les dijo agradecida Amanda.
El matrimonio
aparente de José y Amanda funcionó por unos días como si en realidad lo fuera.
El estío de esa corta temporada los marcó para siempre, pues no hubo día en que
no disfrutaran de los placeres que brinda la ciudad a quienes realmente quieren
conocerla. Las modernas edificaciones, los bulevares atestados de compradores y
paseantes, las encandiladas noches de la otra ciudad que no duerme, sus
avenidas serpenteantes entre el valle y las montañas que atraviesan la ciudad
de Este a Oeste y la hacen fuente inagotable de pasiones, reyertas, alegrías, y
sinsabores como en cualquier ciudad de América. La hospitalidad de esta
metrópoli misteriosa y encantada sedujo a Amanda. En una discoteca del bulevar
de Sabana Grande, “Mentiras Frescas” le presentó a Martín. Ella que todavía era
joven y bonita supo entender lo que querían al relacionarse, ya que tenía
buenos contactos con turistas que venían con dólares a divertirse. Entendió
para qué la querían ambos, y haciéndose la que no quiere la cosa llevó su
menaje para una habitación que Martín le consiguió en una barriada de Caracas,
a cambio de protección y de compartir el dinero con los clientes que le
consiguiera por intermedio de hábiles porteros y carga maletas que tenía de
amigos en lujosos hoteles que eran frecuentados por magnates que venían de
paseo o de negocios, a los que Amanda sedujo con la misma voracidad que José la
utilizó, y de Martín que la compró. Era un tratante de blancas y sabía a qué
atenerse. El maldito “Mentiras Frescas” la había vendido al resabiado negro, y
este a otros y a otros, y ya no tenía vergüenza ni nada porque tenía unos
pingües ahorros, y un augurio prometedor en esta ciudad alocada. No es que no
existiera la bondad porque en todas partes los hombres de bien proliferaban. Lo
que pasaba es que ella había escogido su profesión en la única oportunidad que
tuvo en su vida. Pero el Martín últimamente no quería darle trabajo, y abusaba
con ella cada vez que quería, y no permitía que se fuera de la casa de Petra o
la de Nicanor, que también recibía chicas como ella, a las que daban vivienda y
seguridad en el mismo negocio. Entonces acudió adonde “Mentiras Frescas”
nuevamente, para que la dejara por las buenas.
Tenía otras
amistades que le podrían ayudar.
-Pero mi amor, que
sea cierto. Le dijo.
-Claro que sí,
vale.
Martín y José esta
vez no se pusieron de acuerdo. La negra valía más de lo que “Mentiras Frescas”
creía. José no podía soportar que habiéndosela entregado más tierna por unos
cuántos reales, pretendiera devolvérsela por otras condiciones que
representaban una suma mayor. Eran tratantes que estaban ahí pescando en los
ríos revueltos de esta ciudad que había obnubilado a miles de inmigrantes.
- ¡Eso es un robo!
Gritó.
-Negocio es
negocio, le contestó Martín sin inmutarse. ¿Cuántos crees que me ha costado en
estos días?
-No. Mira Martín,
si quieres te doy lo mismo que me diste.
-No. No hay negocio.
No seas cabrón.
Estaban en el
negocio del Torito Sentado en pleno centro del mismo bulevar adonde antes la
habían negociado. Ni Martín quería dársela ni José quería aceptar ya que Amanda
ya no era suya.
-Si quieres otra,
le dijo Martín, te la doy gratis. Tengo una tierna, muy bonita. Es una cría que
la tengo iniciada.
-Si no me das a
Amanda te mueres.
Lo dijo con rabia.
Era la primera vez que alguien se lo decía en su propia cara.
- ¿Y crees vale
que porque tienes unos palos en la cabeza te das el derecho de arrebatarme lo
mío sin pagarlo?
-Te lo digo con
palos o sin palos. ¿Oíste?
-Te oí, y no se
hable más de esto, respondió Martín. Amanda vale reales, muchos reales. Yo que
te lo digo.
-Eres un
sinvergüenza, le contestó.
Sin despedirse del
amigo salió del recinto malhumorado ya que se daba sus ínfulas porque su
negocio marchaba bien, y podía escoger a las que quería para explotarlas, y
después botarlas cuando ya no servían para nada. “Pero Amanda, Amanda”. ¿Qué se
traía el muy bribón? Quería humillarlo. No se lo perdonaría jamás.” La cabeza
le daba vueltas. Tenía ira. La llamó por el teléfono para saber cómo estaba.
- ¡Aló! Si. Le
contestó, esta.
-Hola. Pícara,
dijo.
-Mi amor.
¿Solucionaste todo?
-Casi, respondió
“Mentiras Frescas”. Empaca tus cosas y espérame.
- ¿Hablaste con
él? Le preguntó insistente.
-Claro que sí,
vale.
-Pero tú sabes que
si salgo de aquí con los corotos el negro se entera y me jode.
-No te preocupes
de eso nena. ¿Okey?
Mucho más tarde el
teléfono timbró y Amanda contestó despreocupada porque creía que para ese
momento su situación estaba solucionada. Mucho más cuando escuchó la voz del
reverendo por el auricular. Sin inmutarse accedió ir a ver qué podía hacer por
José.
- ¿Y cómo supo su
teléfono? Le preguntó el comisario.
-Ellos lo saben
todo, incluso mi oficio.
-No todo,
respondió el comisario.
- ¿No todo?
-Claro que no. Te
lo digo porque tú tienes mucho que ver en esto.
El comisario
despreocupado, dejó que ella lo mirara como a un bicho raro cuando alguien lo
interrumpe en un sueño. Que lo despreciara por invadir su entorno. Supuso que
con solo decirle que ella lo había hecho, se enfadaría. Es más lo acusaría de
una falsa infamia en ese mundo adonde había llegado.
-Arréglese, porque
sabemos que Ud. es la responsable de dicho delito.
Con Martín en
apariencia gozó de cierta libertad. Y cuando la quiso buscar completamente,
este se la negó. Era el mundo de los bajos fondos adonde la ley como tal no
existía, y de manera subrepticia las indocumentadas eran presas fáciles de estos
mercaderes.
- ¿Y José?
Preguntó.
-Lo confesó todo,
le dijo tranquilamente.
- ¿Lo confesó
todo?
-Si.
- ¿Y entonces a
qué viene por mí?
-Hay algunas cosas
que no contó “Mentiras Frescas”, dijo el comisario.
- ¿Cómo cuáles?
-Que desde esa
noche este nunca volvió a verse con Martín en vida.
- ¿Entonces?
Preguntó nerviosa.
-Azuzaste a
“Mentiras Frescas” para que la liberara de su contrato y la metiera en otra
pocilga igual o peor que en la que estabas, y sabías cómo encontrar al negro.
Lo buscó. Sí señor. Hizo que la llevara en su carro, y allí lo asesinó.
- ¡Mentiras! Gritó
toda iracunda.
– Si. Así sucedió
todo. Llamó a José para que la ayudara con el cadáver para llevarlo hasta la
zanja. Este se vino apresurado. Después de borrar sus huellas en el revólver, hizo
que “Mentiras Frescas” la escondiera en el armario adonde lo encontramos.
- ¡Mentiras,
mentiras! ¿Y por qué lo habría de hacer?
-Porque lo
engañaste nena. Le hiciste creer que eras una mina de oro. Que necesitabas
liberarte de Martín, para que los dos montaran su propio negocio. Qué tenías el
dinero suficiente para que te protegiera. Iba a ser tu socio. Y tú lo habías
preparado todo desde que supiste que nunca te liberarías del negro.
- ¡Sí! Gritó. Pero
los moretones no se los hice yo.
-Claro que sí, le contestó impasible. Tú siempre duermes a tus clientes, y en este caso Martín no sería la excepción. Lo engañaste. Querías hacernos creer que había sido José.
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