Perfume de mujer

Cuento completo.

Su olor no dejaba ninguna duda: “Era el de un perfume de mujer”. El aroma se extendía en toda la habitación como si se hubiera apoderado de ella, que ni siquiera el cadáver en proceso de descomposición influía en el ambiente. Para el comisario Rincón el homicida debió perfumar de tal forma su cuerpo que el olor se volvió repelente e hizo que los investigadores abrieran cuidadosamente las ventanas, luego de revisar a ver si existían experticias de huellas dactilares o cualquier otra cosa, para que el aire pudiera circular libremente. El cadáver no presentaba señales de violencia ni la cama ni la biblioteca ni los objetos de uso personal estaban desordenados, y todo allí parecía tan normal que el muerto no parecía serlo, si no fuera por el orificio de la bala calibre 35 que los forenses extrajeron después en medicina legal. La pistola marca Smith que disparó la bala asesina la encontraron en una de las gavetas de la mesa de noche del occiso sin rastro de las presuntas huellas dactilares, dejada a propósito por el homicida que posiblemente no quería romper la estética del apartamento. Como tampoco había rastros de sangre ni de violencia se presumía que el asesinato pudo cometerse en otro lugar, además que el carro de su propiedad todavía permanecía estacionado en su lugar, desde la última vez que lo vio el vigilante cuando charlaba con doña Erizonda.

Abigael aparentemente no tenía enemigos, pues todos los que lo conocieron afirmaban que era un buen muchacho a quien le gustaba la compañía de mujeres jóvenes y despampanantes.

-Era muy simpático, le contestó doña Erizonda.

- ¿Y qué me dice de las muchachas que traía?

- Aquí, dijo esta, hay muchos que lo envidiaban. ¿Sabe, Se demoraban bastante?

- Si, dijo ella. ¿Y eso a quién le importa?

- ¿No hacían bulla?

-No, nunca. Más bien los del tercer piso sí que lo hacen.

Doña Erizonda se refería a unos muchachos que los vecinos habían amonestado más de una vez, que incluso en alguna ocasión les trajeron la policía para que respondieran por sus escándalos.

- ¿Y qué más, me puede decir? Le preguntó el comisario.

-No, no sé. Tal vez era muy enamorado. ¿No cree?

Su muerte no pasaba de ser un misterio ya que no se le conocía ningún vicio o algo que lo involucrara en cualquier clase de problemas. “Más bien, pensó el comisario, por qué no una amante trastornada”. ¿Luego el perfume de mujer y el propio orden que encontraron en el apartamento, no indicaban que así lo fuera?

- ¿Y cuántas tienen en la lista, le preguntó el comisario a Dairo?

- ¿Me puedo ir ya? Preguntó doña Erizonda, que no quería saber nada más del asunto.

-Si, dijo el comisario. Si la necesitamos la llamamos, no se preocupe.

-Treinta y dos, treinta y cuatro… Todavía no las hemos contabilizado. La mayoría pueden ser estudiantes. Para mí, creo que esto debe ser una cadena en la cual una trae a la otra, y ésta última a otra, y así sucesivamente. ¿Cómo cree comisario que traería tantas a la cama, así porque sí? ¡Ah!

- ¿Entonces, cómo las seducía?

- Bueno…Contestó Dairo, este tipo debía tener algún señuelo para engañarlas, y de eso no me cabe la menor duda.

Dairo tenía razón. Dentro de su billetera los investigadores encontraron varias tarjetas con letras arábigas doradas  donde sobresalía “Estudios Escalante”, y el de la dirección exacta de Abigael Escalante acompañada con la del laboratorio fotográfico, a donde encontraron en las paredes del cuarto oscuro las fotografías de las jovencitas desnudas en diferentes posiciones, y las de otras que parecían más recientes sobre el escritorio de lo que seguramente fue su oficina, y que contrastaban con la meticulosidad estética de su apartamento.

Abigael -dedujo el comisario- debió seducirlas luego de hacer su presentación como representante de la “Revista Hoy”, una publicación fantasma porque sus hombres no pudieron encontrar más que unos cuantos carnets y un diploma supuesto falso que lo acreditaban como tal, fuera de otras fotografías donde aparecía acompañado de diferentes personalidades del mundo del espectáculo y del gobierno, pegadas sobre una pizarra de madera en un pequeño salón de espera, que hacían creíbles sus falsos objetivos. Convencerlas de lo demás, es probable que no hubiera sido tan difícil, si se tiene en cuenta que el chantaje y la extorsión son armas poderosas en estos casos.

- ¿Sobre esto, qué piensan? Les preguntó el comisario señalando las fotografías del pizarrón.

-Esto es pura propaganda, respondió Dairo.

- ¿Foto montajes? Volvió a preguntar.

-No creo, dijo Manuel. Más bien, estoy convencido que estaba bien relacionado.

- ¿Por qué no nos concentramos en algunos de estos personajes, comisario? Dijo Dairo.

- ¿Y por qué no en esta fotografía? ¿La ven? Adujo el comisario.

-Claro que sí, respondió Dairo.

- ¿Esa no es la que dirige el club Campestre? Preguntó Manuel.

-Si. Contestó el comisario secamente. Se llama Zoraida, y dicen que encubre a una casa de lenocinio.

-Las malas lenguas, le contestó Manuel riéndose.

-Háganme el favor de averiguar todo sobre esta mujer.

- ¡Okey! Contestaron al unísono, como si se hubieran puesto de acuerdo.

-Yo mientras tanto, iré a dar un vistazo a ese club.

El comisario intuía que estaban descubriendo la otra vida de Abigael. Sí, la de un proxeneta que embaucaba a muchachas con el cuento de llevarlas a la cima de la fama, sin que se dieran cuenta que estaban entrando a un remolino de drogadictos y prostitución porque por lo poco que sabía de Zoraida sus historias eran iguales de oscuras a los de la muerte de Escalante, a pesar de que asistiera a reuniones donde se daban cita personalidades que en sus manos tenían no solo poder sobre el gobierno, sino también de las finanzas y los altos negocios del país.

El club era uno de sus múltiples negocios que se caracterizaba por atender a socios que tenían sus capitales invertidos en industrias que tenían relación con la agricultura porque estaba ubicado en el sur de la ciudad. El comisario supuso que esto no sería óbice para que otros clientes pagaran el derecho de entrada. Sin pensarlo dos veces arrojó la colilla del cigarrillo y la restregó con las suelas de los zapatos contra la alfombra bien mullida que estaba entre el andén y la acera, y pulsó el timbre.

- ¿Sí? Dijo un hombre bien vestido que salió a abrir la puerta.

- ¿Quisiera saber si hay atención en el club?

-Aquí atendemos solamente a los socios. ¿Es Ud. socio?

- ¡Oh! ¡No! No lo soy. ¿Pero qué tal si sirve esto?

El hombre retuvo sus ojos en el billete doblado que disimuladamente le ofrecía el comisario.

- Entre, respondió. Qué no se hable más de este asunto.

Su tranquilidad y su forma de actuar le hicieron creer al comisario Rincón que estaba acostumbrado a esta serie de situaciones donde el dinero bajo cuerda facilitaba el arribo a este club, lo que le hizo suponer que muchos de sus socios no se conocieran. La meticulosidad con que lo llevó por entre un largo pasadizo al aire libre que entre una arboleda dejaba vislumbrar una especie de construcción de cemento donde relucían unos ventanales oscuros que en forma se mi redonda y de varios pisos alrededor de una piscina que con varias mesas y sombrillas favorecían a los clientes del club que podían retozar con sus acompañantes alrededor de una piscina cuyas aguas azuladas reflejaban un entorno acogedor. En una de las mesas que estaba casi que cerca de la piscina de aguas profundas, unos hombres jugaban póker como si fueran unos contertulios que a diario iban a entretenerse.

Supuso que debería existir otra clase de juegos, ya que el ambiente que se respiraba ofrecía todo un espectáculo de contemplación y de ensueño, que seguramente los que iban llegando no solo lo hacían por el interés que el comisario Rincón había tenido para ir allí, sino que podría ofrecer bajo la falsa apariencia de tranquilidad otro tipo de actividades ilegales, que daban cabida a la trata de mujeres, y que según el comisario Rincón era el verdadero negocio de Zoraida.

Aunque no tuvo tiempo de tener más detalles sobre aquella construcción que pudo hacerse en varios años, supuso que sus dueños tenían poder y dinero. No era normal que hubiera podido entrar tan fácilmente, pero si comprendió que todo el engranaje de aquel lugar giraba alrededor del comercio carnal e ilícito, pues al llegar a edificio principal, en una especie de vestíbulo, pudo observar que no era el único que se había dado tiempo para ir allí.

Era como si en esa sala espaciosa los que estaban sentados alrededor de varias mesas estuvieran contemplando unos álbumes  donde sus sueños maliciosos por satisfacer sus apetitos personales, reflejaban la irracionalidad del ser humano ante un comercio que aparentando  un lugar de citas de hombres adinerados con mujeres bonitas, a donde era común que los automóviles lujosos y toda una suerte de romería de visitantes anónimos llegaran con frecuencia, atraídos por lo que se decía del club y del negocio que esta mujer dirigía.

La muchacha que lo llevó desde la entrada hasta el vestíbulo, con una cortesía llamativa le preguntó:

- ¿Desea algo señor?

- ¡Oh! Si. Dijo éste. Deme un whisky por favor.

- ¿Algo más?

- Sí, mi amor, dijo.

Como si denotara rubor por lo que iba a decir, y atragantándose siguió diciendo:

- ¿Quiere una niña bonita?

Sabía que a pesar de todo la muchacha lo entendería, pues precisamente los hombres mayores que allí abundaban y estaban sentados en aquellas sillas reflejaban esa compasión que despiertan los poseídos por sus apetitos, y que seguramente estaban allí compelidos por este nuevo mercado que estaba haciendo fama en las calles, que incluso en los últimos años se creía que muchos extranjeros estaban llegando al país a aquel club que sin llamar la atención ya era vox populi entre chóferes, negociantes de viajes internacionales, y otros más servicios comerciales que al comisario se le escapaban.

- ¿Rubia o pelinegra? ¿Cómo la quiere?

-Eso no importa. Que sea recatada. ¿Me entiende?

- ¿Ya pagó la cuota?

- ¡No! Respondió turbado el comisario.

- Cien mil por ahora, más el licor que pidan, puede ser…

La muchacha lo observó sin inmutarse como si en aquel establecimiento todo esto fuera tan normal, que el que llegara con el mismo interés que veía en los otros contertulios que revisaban los álbumes ofrecidos por la anfitriona, en verdad gastaban su plata gustosos.

“Si, pensó el comisario Rincón”. No es que sea difícil ser cliente de este establecimiento, satisfecho porque todo iba bien”. No era una casualidad que el negocio funcionara en la zona del coronel Walter que quiso destruir unas pruebas sobre un asesinato cometido en las residencias vecinas, hacía muchos años, y menos que aquel establecimiento funcionara abiertamente, porque el servicio de las chicas podría estar en otra parte.

-Me gusta esta, dijo el comisario. Luego de revisar cuidadosamente las modelos que estaban en sendos álbumes que durante largo tiempo pudo hojear. ¿Está en servicio?

-Sí, respondió la anfitriona. Ella lo puede atender después de las tres de la tarde.

- ¿Qué le parece si da una vuelta y regresa más tarde? ¡Ah! Y otra cosa mi amor: El servicio completo vale 200 de los grandes.

- ¿Todo lo hacen Uds.?

-Si. Sí, mi amor. ¿Entre otras cosas, es nuevo aquí?

-Casi, casi, le dijo el comisario, bajando el tono de la voz. ¿Pago ahora o después?

-Es mejor todo, ahora. Recuerde: Regrese pasadas las 3 de la tarde. ¿Cuál es su nombre?

-Mario Andrade, dijo secamente el comisario, un nombre que usó por muchos años en los tiempos que estaba joven y usado en otras tierras.

-Su número es el 38. ¿Se le olvidará?

-No, gracias, corazón.

El comisario Rincón apuró el trago de whisky, y salió de aquel club intuyendo que detrás de unas pesadas cortinas en la parte lateral del mesón de la barra, deberían estar los reservados donde los clientes conocerían personalmente a las jovencitas con las cuales iban a intimar, sin que otros se dieran cuenta. Un último vistazo le hizo recordar que Abigael no figuraba en ninguno de los archivos de la policía como si el asesino supiera que con esta muerte desencadenaría toda una investigación sobre sus posibles negocios al margen de la ley, y de sus relaciones con Zoraida.

- ¿Cuénteme, Dairo, qué tenemos? Preguntó el comisario tan pronto llegó a la oficina.

-Qué Zoraida es una grandísima …

-Es la dueña absoluta del negocio, dijo Manuel, sin dejar que Dairo terminara con su frase. Ya sabe de la investigación que iniciamos contra ella.

-Nos dijo, siguió diciendo Dairo, que el muchacho frecuentaba su negocio.

-No le dijiste que ese tipo de negocios estaba prohibido por la ley.

- ¡No! Nos mostró las fotografías de algunas de las muchachas que trabajan para ella, y nos dio sus respectivos nombres de pila, afirmando que no son ningunas niñas, contestó Dairo.

-Si, dijo Manuel. Qué ellas eran libres de vender sus cuerpos

-Entonces tenemos que allanar el local antes que cambien los álbumes, dijo el comisario. Zoraida tratará de cambiarlos para impedir que descubramos sus negocios sucios.

- ¡Sara! Gritó. Llame al sargento Clodomiro, y dígale que se venga con sus hombres.

- Pero esa es la zona del coronel Walter, dijo Manuel.

- No importa, respondió sin dejar que continuara. Estamos investigando un crimen que tiene mucha relación con la dueña del negocio. De eso respondo, yo.

El comisario sabía que si conseguía el nombre del hotel que alquiló la habitación donde pasó Abigael la última noche con la mujer que lo narcotizó con el pinchazo de un alfiler en el dedo del corazón antes de ser asesinado, el caso sería resuelto fácilmente. “Si, eso era, pensó. Lo sedujeron”. Todas las muchachas que enamoraba las llevaba a su apartamento con el cuento de que las haría famosas, en esta ocasión no lo hizo tal vez porque la muchacha debía de ser alguna vecina suya que no quería que la confundieran con las otras que hicieron fama en aquella urbanización de niñas fáciles, con un don Juan como Abigael.

- ¿Pero el alfiler? Replicó Dairo.

-Lo dejaron ahí, para confundirnos.

- ¿Y entonces, cómo lo llevaron hasta el apartamento?

- ¡Ah! Ya sé. Procuren, dijo dirigiéndose a Sara, que mis hombres comparen el perfume que olimos en el apartamento con los de las muchachas de Zoraida.

-Pudo haber sido una venganza, dijo Dairo.

-Lo creo, contestó. Tal vez alguna que se sintió ofendida, y que no pudo denunciarlo temerosa del escándalo que pudiera provocar su relación con este vividor.

- ¿Y por qué no una vecina suya? Interrumpió Sara.

- Pudo ser. De todas maneras quiero que revisen la lista que encontramos con las del negocio de Zoraida. Que no se quede una sola sin investigar. ¿Okey?

- Okey, respondió Sara. Y no se le olvide de lo que le digo, comisario.

-Sí, respondió este. Por eso fue por lo que se la llevó a un hotel.

-Revisaremos los edificios cercanos, dijo Manuel.

Para el comisario cualquier pista podría ser la esclarecedora de la verdad. Si bien es cierto que en estos casos el tiempo es el que decide si se va a resolver o no, y depende de la importancia que le den uno u otro investigador. Las pistas firmes, pueden dejar de serlo con el tiempo.

- ¿Y por qué no revisamos en los edificios vecinos? Le preguntó Manuel al comisario.

- ¿Como en cuál?

- Comencemos con los del frente. ¿Qué les parece? Dijo Dairo.

El comisario aceptó. Era una alternativa más. Cuando el olor característico de los muertos traspasa las barreras del cloroformo y del embalsamamiento no hay poder humano que impida su descomposición. Sus rostros se confunden con los de otros muchos, y su individualidad ya no será la que lo identifique ante los demás,  y lo que antes fuimos serán ahora recuerdos, y se hablará de él como nunca antes lo hicieron sus amistades más cercanas, recordándolo en lo bueno que haya sido, en lo justo que pudo ser, en la nobleza que tuvo con sus semejantes; y pretenderán palear su mala fortuna al morir de esa manera, qué las mujeres a las que amó, y las muchachas a las que embaucó agradecerán lo mucho que las explotó, y sin darse cuenta olvidaran su risa maliciosa, y la confundirán con la que pudo ser de otros. Y Zoraida, la astuta Zoraida será una mansa cordera; y entonces el homicida podrá sentir el gozo al saber que el tiempo irá cerrando las heridas de aquellos que quieren que se haga justicia. La verdad, la dolorosa verdad irá sacando a flote las esquirlas y lo recordarán de otra manera, cuando ya no vale la pena ejercer la ley porque el tiempo será el encargado de hacer caduco dicho delito, y si la sociedad se descuida de ver al anónimo avieso, libre de la sospecha del delito, tomaremos la justicia por nuestras propias manos, y entonces será así la ley del más fuerte la que prime. Así lo pensó.

Para el comisario Rincón estos crímenes eran los más peligrosos porque podían convertirse en aleccionadores de los futuros delincuentes. No quería quedarse cruzado de brazos ante la ofensiva del homicida. No podía dar tregua, porque su compromiso con la ley que representaba los ideales de libertad y de justicia no se lo permitían.

 Fue tanta la alegría cuando aquel aroma del perfume le refrescó la memoria, y su corazón que latió de manera agitada, lo obligó a oler otra vez profundamente para constatar que no se equivocaba, y que al frente suyo tenía a la posible victimaria que se escondía detrás de una linda cara que lo miró inocentemente, sin pensar que el policía que la abordó después que el oloroso perfume penetró por sus narices e impactó su corazón, no la dejaría hasta desentrañar el homicidio.

También sintió lástima por ella, después que Manuel la llevó ante sí bajo sospecha, ya que al interrogarla pudo descubrir en ese bello rostro un leve pudor y una breve duda al responder que no conocía a Abigael, y que se convirtió en un temor insoportable cuando los investigadores le dijeron que en la noche del crimen doña Erizonda -la vecina suya- salió en compañía del occiso en su automóvil, después que ella misma lo reconoció en la fotografía que le mostraron.

- Vamos nena, confiese, le dijo Dairo. Ud. lo mató.

- Ya le dije que no, gritó llorosa.

- No lo creo, dijo el comisario. ¿Qué perfume, no?

- Todo esto es una patraña, siguió gritando.

- ¡Si! Ya lo sé, respondió el comisario. Ni Zoraida ni Ud. pudieron asesinarlo porque ni ella dejaría la lista de las muchachas incriminadas en las manos de Abigael ni de Ud. porque si hubiera sabido que el aroma la delataría, no lo hubiera usado en la noche del crimen, más bien… Su padre niña es el asesino.

- ¡No! ¡No! ¡Mentiras suyas!

- Sí, él fue, respondió el comisario, luego de haber revisado cuidadosamente la estrecha amistad de Abigael con el padre de esta, y su relación con la víctima.

- ¡No lo puedo creer!  ¡Dios mío!

-Sí, él fue. Escúcheme:

“Su padre y Abigael eran amigos no solo porque fueran vecinos, sino porque este lo llevó al club para que se hiciera socio y pudiera disfrutar de los placeres que proveía Zoraida. Cuando descubrió que la cortejaba, urdió el asesinato. Seguirlos a los dos no era tarea difícil ya que nunca se imaginaron que ya sabía todo lo de Uds. Supuso que también iría a parar en las redes de Zoraida, y planeó su venganza. Esa noche los siguió hasta las residencias y esperó a que pernoctaran largo rato en la habitación, dándose el tiempo suficiente para hacer que los encargados del restaurante organizaran un pequeño agasajo a los dos huéspedes. Después los hizo llamar con el camarero para que asistieran a celebrar un ágape organizado por un parroquiano que quería festejar su luna de miel. Abigael no supo qué decir. Ud. tampoco nena. En medio de la euforia su padre apareció en aquella celebración y lo puyó disimuladamente con un alfiler narcotizado en una de sus manos, pidiéndole disculpas por su intromisión a esas horas. Después de haber quedado dormido con el sedante, juntos lo llevaron hasta su automóvil y procedieron a llevarlo hasta el apartamento. Se decidió por su muerte cuando comprobó que nadie los había visto. Colocó su silenciador en el revólver que siempre llevaba Abigael, y le descerrajó el tiro de gracia en su cavidad craneana. Cuando estaba en esas, Ud. que quiso ayudar, entró y no se dio cuenta de lo que acababa de suceder porque ya su papá tenía organizado todo el escenario adonde encontramos el cadáver como si nada hubiera pasado. Este la hizo salir rápidamente, no sin antes dejar aquella lista que comprometía a Zoraida junto con el alfiler como testigo mudo de este crimen.”

- Pero el perfume, el perfume niña…

Con el tiempo, el comisario Rincón regresaría nuevamente a aquel conjunto para hacer cumplir la ley.

- Doña Erizonda, dijo, Ud. también participó. Supo en todo momento quién era el culpable. En las experticias de las sábanas, también encontramos sus huellas. Cambió la escena del crimen.

2.

-Son los más miserables., dijo el comisario.

Era cierto. Lo recordaba muy bien cuando leía novelas de intrigas policiales donde se jugaba con el cerebro de las personas.

- ¡Brujos! Dijo “Ríos Revueltos”.

- ¡Pamplinas! Gritó “Lengüitas”.

Era una vecina que parecía conocerlo muy bien dentro de esos archivos secretos que se llevan por cuenta del estado y donde se conoce todo sobre la vida de las personas en sus comportamientos más recónditos, pero que para el desafortunado “Embrujado” por su autismo urticante, y llevado por el frenesí de los criterios de libertad e igualdad que pregonaban la mayoría de sus amigos, lo estaban marcando como el más vil de los trúhanes.

El comisario Rincón, lo entendía.

Vicente, un amigo de juventud le pidió el favor que en su casa escribiera unos libelos contra un profesor que les daba clases, porque a sabiendas sabía que este lo haría en una máquina de escribir vieja y destartalada que un comerciante paisa le había vendido a una tía auya. Panfletos que sigilosamente fueron introducidos en el colegio porque denotaban que estaban en concordancia contra la forma autoritaria que el profesor lo hacía con ellos, pero que en esos tiempos juveniles en realidad no valía la pena haber ejercido dicha actitud librepensadora, porque al fin y al cabo merecía cierto respeto a pesar que este lo hacía con sorna política como si ellos fueran sus enemigos por esas ideas que al fin y al cabo vibraban como lo hizo en su momento Luis Vidales con “Suenan Timbres“, y que no debería haber sido óbice para semejante escándalo.

Y así lo fueron enredando.

En esos grupos políticos, hubo otro que los impulsó a colocar tachuelas en las calles a manera de protesta, y que con los años aprendió la lección:

“Se parecían mucho a esos personajes de leyenda que embaucan a más de uno a cometer ciertos actos nom santos, basados en las inexperiencias juveniles, y les hacían creer que eran de los mejores, razones por las cuales parecían los redentores del futuro de la humanidad. Y así, se caía en esas trampas. Estos personajes que le habían inspirado toda su confianza ahora le despertaban dudas. A la vuelta de los años se les veía ya pensionados por el mismo gobierno del que habían despotricado, y eran de los mejores imaginarios que el país había dado. Luego vería que sus hijos eran de ley, y que a él le habían hecho creer que era un antisocial”.

Una lección que aprendió después que lo enloquecieron y lo intentaron matar, y que solo así los fue conociendo mejor. Además, no había sido ningún delincuente.

En otra ocasión lo invitaron con unas compañeras a pintar paredes en las calles con consignas alusivas a la libertad, mientras el pregonero que tenían los vendía con la policía, que los encerró en una celda, la misma que a los pocos años fue conducido por otros gendarmes todo loco y drogado, luego de haberse tomado un solo trago con un amigo de esos tiempos,  al tratar de cumplir una cita romántica con una fulana muy amiga de Cuchumina, el amigo que conoció desde niño, y que con los años le demostró que estos personajes por más que aparentaran una cosa, eran unos torcidos; y que él estaba marcado para que practicaran con su cerebro estos imaginarios de mala fe que parecían ser de los mejores.

Y sin embargo…

-Así es nuestra sociedad, dijo el comisario Rincón. Su padre era un contrabandista y además…

- ¡Billete puro! Dijo “Ríos Revueltos”. Es muy fácil, papi, lo enredamos y… cualquier día se muere, y nadie va a saber que fue adrede. Lo enloquecemos y punto.

En Bello Horizonte ya había visto ese tipo de trabajos incomprendidos. Incluso, a “Pajarito”, un primo de Cali, lo vio cómo sicológicamente se fue descomponiendo hasta que terminó por aparecerse todo desnudo a altas horas de la noche en la casa de uno de sus familiares, hasta que la policía lo encerró, y tuvo que abandonar sus ganancias conseguidas con el sudor de su trabajo. Así fue obligado a andar dopado de por vida por los galenos, con el cuento de que tenía esquizofrenia.

-Así son estos trabajos, dijo “Conciencia”. Lo amenazan en sus mismas casas y lo degradan tanto que…

- ¿Y qué…? Dijo “Lengüitas”. “Ríos Revueltos” lo hace. Billete es billete.

En el bachillerato nocturno de la Gran Colombia tuvo otro Rodríguez de amigo que le contó una extraña historia sobre un cuñado que habiendo andado no se sabe en qué cosas, se descerrajó un tiro en la cabeza, y se mató.

-Pamplinas, dijo el comisario.

Historia que conocía bien, y además coincidía con otra que Primorov le contó sobre un hijo de papi y mami, a quien acompañó a visitar a uno de sus hermanos que tenían una casa de deportes, y que hablaba de cómo se había alcoholizado, luego de haber abrazado ideas libertarias.

-Lo constriñeron, y así lo mataron. Dijo “Mil Muertos”.

-Por eso es que todo tiene su razón de ser, siguió diciendo el comisario.

-Los drogan, sin que se den cuenta, dijo “Conciencia”. Los envician, siguió diciendo, y luego...

El comisario Rincón recordaba otra que le contó a “El Embrujado” para que cayera en cuenta que estas mentes perversas son las más dañinas, y que muchas veces caen después de haber cometido muchos delitos.

“Conciencia” lo sabía. En plena avenida Décima con Tercera, muy cerca de las Cruces, un aguerrido personaje agarró a golpes a su mujer que estaba joven, en toda la mitad de la calle, entre el separador de los carros. Otro salió a intervenir en su ayuda corriendo, pero por alguna circunstancia se devolvió y…

- Asesinato perfecto, dijo el comisario.

- Sabe que este subrepticiamente lo amenazó con un revólver, y le pegó tal susto qué…

- Lo estaban trabajando, dijo el comisario, que ya sabía sobre este caso. En alguna ocasión le llevaron la policía a su casa porque según la familia hacía escándalos, y decían los amenazaba.

-Puro cuento, dijo “Lengüitas”.

-Ese trabajo es fácil, dijo “Río Revueltos”, yo lo arreglo, y ya.

El comisario Rincón sabía que mediante la provocación y el miedo, cuando salen esos personajes del averno con sus caras retorcidas como sus mismos pensamientos, con sus miradas diabólicas; y actúan mancomunadamente y a mansalva para amenazar a otro y agredirlo, todo resulta mal para la víctima. Todos en esas calles -tal y como le sucedió a “El Embrujado”- estaban en esa labor tan…

- Siniestra, terminó diciendo “Conciencia”.

En esos años en que “Pajarito” andaba loco por las calles y solitario, se le apareció por la carrera Séptima cuando “El Embrujado” iba con Anita. Precisamente la hermana del amigo del bachillerato de la Gran Colombia, y así fue cuando esta le dijo:

- Está drogado.

Más tarde lo comprendería. Sin darse cuenta le estuvieron dando alguna pócima, como la que les daban a los Papas de la Iglesia Católica cuando existían rencillas en esos conciliábulos, a los que Dante acusó y llevó al infierno a más de uno en “La Divina Comedia“, donde hacían que comiera sandía ya abierta después de media hora, antes de cada celebración eclesiástica, y a donde el vino….

- Si, dijo “Ríos Revueltos”. Terminan con el tiempo envenenados por el arsénico, ya que se activa con el licor, y así se van muriendo lentamente, sin que nadie se dé cuenta que lo están envenenado

- Antirreligioso, dijo “Conciencia”, señalándolo con el dedo.

 El comisario Rincón prefería no opinar sobre este tema, pues conocía muy bien al personaje.

- Yo traté de advertírselo, dijo.

Y sin embargo en aquella casa infernal, aquellos vecinos…

- ¿Son de ley?

- De mala ley, le respondió otra voz.

Escuchaba voces y les respondía, aunque muchos mediante ese recurso le salían en las calles y le hablaban disimuladamente, en ese trabajo tan sutil, como aquel que murió atropellado por el carro cuando quiso defender a aquella muchacha.

-Era su padre, dijo el comisario Rincón.

“Conciencia” lo sabía, pero éste no. Era la misma historia que Rodríguez le había contado sobre su cuñado, y que su hermana se lo contaría después cuando la conoció en la universidad Libre. Una historia que Primorov le había dicho, como si todos se conocieran, y fueran los imaginarios perfectos.

- Billete puro, dijo “Ríos Revueltos”. Yo les arreglo fácilmente esa dificultad.

Mientras tanto “El Embrujado” se había ensartado en una discusión interminable contra aquellos imaginarios que le hablaban desde el fondo de la pared, en aquella casa del tal Ramos, hasta cuando cayó en la cuenta de que estaba loco; y en medio de ella descubrió cómo lo estaban enloqueciendo.

Fue cuando supo que sus enredos eran de una marca de familia, muy pero muy…

-Del más allá, dijo Memín.

Era cierto. Mediante transmisores en la misma casa lo estuvieron torturando durante muchos años, y solo cayó en la cuenta cuando le ayudó a un hijo de una amiga, a arreglar unos que no funcionaban porque la resistencia se quemaba cuando les instalaban la electricidad.

- Hay que colocarle otra de mayor watiaje, dijo.

Y así lo hizo.

Hacía parte de un proyecto popular donde se recolectaban todas las basuras del Abastos de Patio Bonito en Bogotá, y mediante estos transmisores que emitían altas frecuencias inaudibles para el ser humano, espantaban a las moscas.

- Ahora estaban practicando con él a sabiendas que tenía varillas metálicas en la columna vertebral que le servían de antenas para que pudiera captar las frecuencias hertzianas emitidas desde unos cuantos metros de distancia.

Así podía escuchar los discursos amenazantes de alguna voz de algún conocido.  Ya era un “Conejillo de Indias” desde niño por estos personajes fantasmales que seguramente conocían de algún estigma suyo desde antes nacer. Como la voz una familiar muy cercana que había escuchado como si un trueno hubiera pasado vertiginosamente en esa maldita casa, luego que un Albeiro Pinzón o como se llamara un nuevo policía que había comprado la casa que queda a la salida de aquel interior, precisamente a donde tuvieron un gatico que un tiempo después lo vería muriéndose y revolcándose contra el pavimento en una acera, luego que un motorizado del averno lo arrojara al andén, y como si le hubiera echado cianuro en el estómago, en una de las calles del barrio Santafé, muy cerca de la plaza de mercado de Palo Quemado en Bogotá, y que curiosamente le recordaba a otro que había visto en la calle 11 sur en el barrio Restrepo donde había ido a acompañar a una familiar a hacer un contrato de compraventa de finca raíz sobre “La Casa Embrujada”, y adonde le sucederían muchas otras situaciones extrañas como si en realidad fueran unos brujos.

- ¡Malditos! Les gritó.

- Pobrecito, dijo otro. Está loco.

Era una voz desconocida que nunca antes había escuchado.

3.

- Pluscuamperfectos, dijo otro.

- Así los hacemos, dijo “Ríos Revueltos”.

El comisario Rincón los entendía, y por eso había regresado. En Venezuela el tal Wilmer había aparecido con su mamá en una de esas noches fatigosas por el trabajo que tenía “El Embrujado”, y lo quiso hacer aparecer como un ladrón en medio de una invitación a un bonche de palos (festejo con cerveza) junto con un colombiano de esos que negaban su nacionalidad, quienes decidieron sacarse unos bultos de cemento de una construcción de un edificio que el apátrida administraba. “El Embrujado” que se percató decidió alejarse e irse para el “Week End”, el condominio donde trabajaba, y así comenzó la historia retorcida que vivió en breve tiempo, cuando en una de esas discusiones con su mujer, y ya estando en Maiquetía en otra ocupación, se fue para la costa a desestresarse, precisamente a Playa Verde, la que queda cerca de Playa Grande adonde antes laboró.

En esas estaba cuando apareció Wilmer con otro amigo en un automóvil. Era hijo de un italiano que abandonó a su mamá, y que curiosamente a juntos les gustaba festejar entre los vericuetos de esas vidas atormentadas, por la falta de dinero y de unos contratos de jardinería que hacía de vez en cuando con el gobierno local del municipio Vargas para subsistir, y le dijo:

- ¡Hey Colombia! Espéreme, que ya vengo.

Al atardecer los bañistas de Playa Verde la fueron abandonando, mientras “El Embrujado” se extasiaba con aquella visión en que el sol rojizo se fue escondiendo en la lejanía por aquel mar que lo iba ocultando entre esa línea donde el circulo de la tierra se podía ver entre las olas majestuosas, y que el viento acariciaba entre el calor de aquel bello paisaje.

- ¡Hey! Colombia espérame.

Así se lo volvió a repetir más tarde y nuevamente el tal Wilmer, y que según las últimas noticias ahora vive en las islas Margaritas.

- Espérame, se lo dijo varias veces; como si el tiempo y la hora no importaran, con el cuento de que estaban tras un negocio que no le quiso decir.

Así se apareció repitiendo lo mismo varias veces en ese bañadero a donde “El Embrujado” parecía estar esperando la muerte sin saberlo, mientras la noche llegó y los carros dejaron de circular, y aquel negocio que está sobre la playa lo estaban cerrando sus administradores. Cayó en cuenta que estaba solo y a merced de la lontananza de la vida.

Sin un carro en qué pudiera apearse para subir aquella carretera que lo llevaría a Playa Grande, y de ahí a Catia la Mar y a Maiquetía donde ahora vivía con unos árabes que administraban el condominio de Río Orinoco, y muy a pesar de que el comisario Rincón se lo había insinuado al reiterarle tal y como un amigo se lo dijo en Ibagué:

- No de la pata.

En una de esas noches en que tuvo que trabajar a altas horas de la madrugada en aquel condominio, alguien llegó y lo llamó desde la calle y lo pudo ver y escuchar cuando le decía que se asomara.

Eran esas noches en que durante su estadía no pudo dormir tranquilo, porque en el jardín de aquella construcción que era como una especie de finca pequeña, en esos árboles frondosos de mamoncillos, millares de murciélagos aparecían en las noches de luna llena como si fuera su único manjar en aquel paraje, y adonde el sonido de sus frecuencias se escuchaba cuando surcaban los aires, qué todo aquel que no supiera de estas historias se asustaría. Su sonido podía alterar a más de una persona que nunca hubiera visto esto, como si estuviera en un espectáculo, y por estar acostumbrada a ver así en el cine, o leer lo mismo en las novelas de terror.

Fueron muchas noches en que no pudo dormir porque aquel paraje exuberante que vivía en aquel lugar de trabajo, hasta que casi al final de su estadía lo disfrutaría de una manera amarga, tan amarga como en esa noche en que Wilmer lo engañó, y tuvo que comenzar a subir a pie aquella loma por una carretera solitaria, adonde a un lado una camioneta de capó blanco lo esperaba.

Su chófer y otro hombre con una mujer disfrutaban de aquella cálida noche.

- ¡Hey! Gritó uno. ¡Venite pa´acá!

“El Embrujado” lo entendió. Su instinto le dijo que era muy probable que lo estuvieran esperando para matarlo. Entonces comenzó a correr para llegar a la cima donde estaban los edificios de la urbanización Playa Grande. Aquel negro alto de varias zancadas lo alcanzó y logró pegarle un golpazo en la parte derecha de su rostro que lo hizo tambalear en medio de aquella noche translucida. Sin embargo, hizo lo imposible por seguir para no dar tiempo a que lo golpeara nuevamente sin siquiera fijarse en los otros que quedaron esperándolo en la orilla de aquella carretera montañosa que del mar lo lleva a uno hacia los apartamentos, y que como luciérnagas alumbraban la estancia.

Un jeep de un ecuatoriano que hacía su último recorrido transportando a los turistas apareció como cual ráfaga en medio de esa noche que casi se convierte en tormentosa, y le gritó:

- ¡Colombia! ¡Subíte!

Su vida había estado en peligro, y aquella camioneta le recordaba a otro que lo había provocado en “Los Corsarios” muy amigo de un teniente coronel de la guardia nacional.

-¡No denuncies Colombia! Vive tranquilo.

Y así fue como “El Embrujado” regresó a su patria, luego de haberla abandonado pensando que medio país lo perseguía.

Estaba marcado, y era una marca infame.

Era un país de marcas siniestras y de corrupciones.

-Ya lo estamos investigando, dijo el comisario Rincón.

Este lo sabía desde el comienzo de los años cincuenta del siglo pasado.

- Está loco, dijo otra voz desconocida. ¿Quién le va a creer?

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